El otro día fui con una amiga a las reconocidas rebajas de un almacén de moda en el país, el cual vende ropa en lo que yo consideraría es un precio promedio. Sin embargo, ese precio “promedio” de una prenda representa un diez por ciento del salario mínimo en El Salvador.
En vista de todo lo que se oye y se lee -que no hay dinero, que todo está caro, que no hay movimiento en las empresas, que incluso los médicos no tienen citas-, esperaba que el almacén estuviera relativamente vacío. Era un caos. La línea para el probador era una serpiente que llegaba casi hasta la vitrina, la gente llevaba los brazos cargados de prendas, los colaboradores corrían tratando de ordenar las montañas de ropa que inmediatamente volvían a un estado catastrófico. Una joven de unos veintitantos años escogía prendas idénticas en distintos colores. “Total, las podemos usar para devolverlas después,” le dijo a su compañera de compras. Llevé mi exigua adquisición de un pantalón y una blusa a la nueva caja de autopago. Al lado mío, una mujer no paraba de pasar prendas. Finalmente, sacó su “tarjeta negra”, pagó y se retiró con al menos diez bolsas grandes llenas a reventar.
Esta misma situación se repite de mil maneras en un país donde vivir es caro, donde la vivienda es cara, y donde, fuera de la energía eléctrica, no producimos la mayor parte de lo que consumimos. Sin embargo, los restaurantes de moda están llenos, la gente se pelea por las sillas Platinum en los conciertos, y se revenden joyas y carteras de lujo por cantidades que una persona que gana el mínimo lograría acumular en cinco años, si no gastara nada. Sé de personas que tienen cuatro carros y nunca usan uno, o que se van de viaje cada tres meses. Y no, no pertenecen a las catorce familias, son simplemente personas que quieren hacer, por así decirlo, lo mismo que hacen sus vecinos, aunque su realidad económica sea muy diferente.
Tengo una conocida que vive en un apartamento en una zona “posh” de la ciudad. Tiene un buen trabajo y buen sueldo. Lo que paga por su apartamento es casi el treinta por ciento de su sueldo. La cuota de su carro de agencia es otro veinte por ciento. De allí están sus visitas al salón cada semana, su perfume que no baja de cien dólares, los zapatos de seiscientos dólares traídos del extranjero y sus viajes en las vacaciones de ley. Todo esto lo sé porque los comentarios suenan algo así: “Pues fijate que ayer gasté doscientos dólares en el tinte”. Todo, absolutamente todo comentario, implica un valor monetario. Un día, colgó su celular (Iphone 15) con cólera y me dijo: “Esos del Banco ***** , fregando otra vez. Ya les dije que este mes no les voy a pagar”. Sí, señoras y señores, ella paga sus tarjetas “black” un mes sí y un mes no de manera rotativa. Es la única manera que puede financiar su estilo de vida.
Es impresionante la cantidad de despilfarro que existe en un país donde aún hay niños que mueren de desnutrición en el área rural. “Total,” dijo una conocida, ”hay que topar la tarjeta porque si te morís, tus cuentas no se van contigo”. No supe qué pensar. Al igual que no sé qué pensar cuándo me dicen que se van de viaje porque Dios/la vida/o el universo les proveerá/dará para ese viaje después. Admiro su fe, pero estoy segura que Dios/la vida/el universo tiene otras prioridades más ordenadas.
Porque justamente eso parece ser el problema, las prioridades. Yo soy de esa Generación X que vivió todos los males: la guerra, los terremotos, y la dolarización. En el 2001, con doce años de trabajo a mis espaldas, mi sueldo dejó de valer lo que valía. El colón de tomates se convirtió en el dólar de tomates. Si bien la dolarización en sí trajo beneficios al país, no hubo un orden en cuánto al control de precios y estos se dispararon. Todavía no entiendo cómo la casa que íbamos a comprar con mi novio en el 2000 valía C.50,000 (colones) de entonces, y, al regresar a mediados del 2001, valía $50,000. Creo que ese shock hizo que los X fuéramos un poco más cuidadosos con nuestros gastos. Y con todo, yo recuerdo que en el 2008 yo podía hacer súper con sesenta dólares, incluyendo carne. Ahora, un buen corte fácilmente alcanza los veinticinco dólares.
Las nuevas generaciones, por el contrario, parecen no percatarse del costo de la vida. No sólo gastan, sino que desconocen lo que es el ahorro. El punto es la gratificación instantánea sea como sea, y, por supuesto, el status. Una amiga me contó del caso de una conocida casada con un europeo acomodado, que decidió venirse a vivir un par de años al país para que sus hijos aprendieran español. La mujer OBVIAMENTE, tiene sus bolsos de lujo, comprados como Dios manda, pero en el día a día usa un bolso sencillo de lona y cuero. “Cuando se reunía con las otras mamás del colegio caro donde los había mandado,” me contó mi amiga, “nadie le hablaba. Nadie.” Al principio pensó que era por la diferencia de edad (tuvo a sus hijos ya en sus cuarentas), pero nada de lo que hacía o dejaba de hacer funcionaba. Un día, cansada ya de conversaciones monosilábicas, se entretuvo viendo las carteras. Notó que todas eran de una marca que está muy de moda. El costo de una de esas carteras era un chiste para ella, así que se la pidió, pero compró una usada. Al día siguiente de recibirla, la llevó a la reunión. Fue incluida automáticamente. Vales lo que (pensamos) que la mayoría puede adquirir.
El propósito del dinero es cubrir necesidades, adquirir lo que deseamos y planificar para el futuro. Estos son los tres elementos básicos de una economía personal y familiar ordenada y exitosa. Pero cuando el planificar para el futuro, es decir, ahorrar, no es parte del plan, todo lo demás se desmorona como un castillo de naipes. A eso, añadamos el nulo conocimiento de la manera en que funcionan los productos financieros. Pocos salvadoreños parecen entender que las tarjetas, las compras a plazos (excepto si son tasa cero), y los préstamos tienen intereses que van a resultar en pagos de cientos y miles de dólares más del valor original. Pocos salvadoreños entienden que ni los carros, ni las joyas, ni los muebles, ni un colegio caro son una inversión. Sé de personas que tienen carros que valen casi lo mismo que sus casas, parqueados en una cochera donde no caben, y se sorprenden cuando no los logran vender por el mismo precio que lo compraron. Otras que compraron un apartamento para “inversión”, e ignoraban que se le tenía que pagar el impuesto a Hacienda. Y sé de personas que no cumplen con todos los controles médicos y odontológicos que deberían, pero se toman hermosos photoshoots que valen lo mismo que dos citas médicas.
Pero todo está caro. Lo está. Aunque se pague con la tarjetita negra, el valor de los productos y servicios no deja de subir. Pero parece que algunos salvadoreños promedio están más interesados en hacer lo mismo -o superar a sus vecinos- que en hacer un plan financiero a largo plazo, o incluso un presupuesto mensual. En el proceso, esto encarece la vida aún más. Si estoy dispuesto a pagar una cantidad obscena por algo que vale infinitamente menos, simplemente me convierto en parte del ciclo que se añade a la inflación.
Pero al final, lo preocupante es que todo esto es una bomba de tiempo que tarde o temprano va a estallar. ¿Qué va a ocurrir si hay una desaceleración en la economía mundial que afecte los alquileres a corto plazo, o el petróleo se encarezca y todo cueste aún más? ¿Qué va a ocurrir si una gran cantidad de viviendas con alquileres altos quedan desocupadas y la inversión ya no provee ingresos? Las tarjetas siempre hay que pagarlas, al igual que los préstamos, con la diferencia que hay deudas y no hay ahorros.
Es imperativo, ante el alto costo de la vida, que el salvadoreño ordene sus finanzas y establezca prioridades financieras. El ahorro no es sólo una cuenta, es un estilo de vida. Se ahorra cuando se utilizan focos ahorradores, se lava una vez a la semana, y se compra lo que se va a consumir. Se ahorra cuando se le da mantenimiento preventivo a la casa, al vehículo y a los miembros de la familia y se adquieren seguros, de ser posible. Se ahorra cuando se entiende que todo electrodoméstico tiene una vida útil de al menos diez años. Se ahorra cuando dejamos de hacer lo mismo que los vecinos y comenzamos a invertir, a crear depósitos a plazo, independientemente de la cantidad, y nos ponemos límites en
nuestros gastos, evitando esa “gratificación inmediata” que dura unos días o meses, pero que después se traduce en dolores de cabeza y una rueda de caballitos para pagar las tarjetas de crédito.
Sí, la vida está cara en El Salvador. La pregunta es: ¿cómo vamos a manejarlo? ¿Ahorrando o despilfarrando para hacer lo mismo que hacen los vecinos?
Educadora