El amor por la corrida y sus dolores

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Foto por Francisco Campos

Por Cristina López

2018-09-24 5:02:10

Hace casi ocho años le encontré el gusto a correr. Quienes corren y lo disfrutan —sea la distancia que sea— entienden a qué me refiero cuando digo “el gusto”: no es el verbo lo que termina amando uno, la mera acción de mover un pie detrás del otro con cierta cadencia durante el tiempo que la distancia dicte. Lo que enamora y atrapa son la infinidad de experiencias que la humilde actividad de correr tan generosamente regala.

Entre los regalos que me han regalado las corridas puedo incluir amistades sólidas, porque por alguna razón después de un par de kilómetros juntos los extraños se vuelven amigos, porque como al cuerpo no le queda más que enfocarse en seguir corriendo y el cansancio extingue las defensas y otras convenciones sociales, solo queda espacio para la autenticidad y conversaciones sinceras. Otros regalos incluyen la vista de amaneceres con celajes que parecen de Photoshop, la satisfacción de una medalla bien merecida después de terminar una maratón, el tiempo y espacio mental que uno se autorregala cuando corre sin compañía y que han sido cruciales en tantas decisiones definitorias en mi vida.

Y el amor por la corrida, como todo amor verdadero, no viene sin dolores o sacrificios. Pocos corredores pueden decir que las levantadas horas antes de que pase el pan o repartan el periódico son agradables, o que las ganas de quedarse en la cama dejan de tentar alguna vez. Con la corrida, especialmente la de larga distancia, vienen emergencias gastrointestinales en lugares inoportunos, lesiones en músculos de los que uno no aprende en las clases básicas de ciencias naturales y que lo obligan a uno a retirarse por un tiempo, constante hambre irrefrenable, pares de zapatos que se desgastan más rápido de lo que uno puede ahorrar para costearse los siguientes, escaldadas en zonas inmencionables en compañía respetable, más un sinfín de específicos particulares y a la medida de cada corredor.

Y aún así, no se me quitan las ganas. Hasta cuando se pone difícil, como la semana pasada. Un poco antes de las 8:00 p.m. del miércoles, en una de las esquinas de una de las zonas residenciales supuestamente más “seguras” de Washington DC, un hombre mató a cuchilladas y sin motivo discernible a Wendy Martínez, una corredora de origen nicaragüense que vivía, trabajaba, y sobre todo, corría habitualmente en la capital estadounidense. Había corrido varias maratones y se autodescribía como una ávida corredora. La noticia causó impacto, no solo en Washington DC, sino en las noticias nacionales estadounidenses e internacionales. Quizás porque a muchos les conmocionó el dato de que esta corredora se había comprometido una semana antes y en vez de planear una boda, su familia terminó planeando un funeral. Quizás porque a otros les indignó que ni en las zonas más seguras, puede sentirse segura una mujer. O quizás porque su familia, con una fortaleza espiritual envidiable, no tuvo más que palabras de perdón y misericordia para el hombre que les robó a su hija, hermana, y prometida.

A mí me impresionó muchísimo, y a pesar de que nací y crecí en San Salvador, donde las noticias de homicidios sin razón son tan comunes como los reportes del clima, me ha costado dejar de pensar en Wendy cada vez que corro. Tal vez porque la ruta que Wendy no logró terminar es muchas veces mi ruta. O tal vez porque entre los regalos que deja la corrida se incluye la sensación de empatía indescriptible con cualquiera que se identifica como corredor. Porque sabemos que han sentido, sufrido, y gozado las mismas cosas persiguiendo kilómetros y por eso, es imposible que una parte de nosotros no sienta, cuando se muere un corredor, que podríamos haber sido nosotros. Que descanse en paz Wendy, y todos los que hemos perdido mientras se dedicaban a esta actividad tan básica que nos hace tan felices a tantos.

Lic. en Derecho de ESEN con
maestría en Políticas Públicas
de Georgetown University.
@crislopezg