El reto de Karla, su marido y sus siete hijos para vencer cada día la pobreza en Tecoluca

Vivir bajo el umbral de la pobreza, del fruto del río, de la caridad. Esa es la realidad de esta familia que reside en La Pita Vieja, en Tecoluca, San Vicente.

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Los ingresos que les deja su trabajo solo son para ir pasando los días, pero esto no es siempre. Hay días buenos y malos y los peores son los del invierno porque es preferible pasarla mal y guardar su vida que arriesgarse a trabajar en un río bravo crecido por las lluvias, explicó Karla. Foto EDH/ Jonatan Funes

Por Jonatan Funes

2020-10-25 11:23:44

“Estoy embarazada pero ya es el último. Yo me siento bien contenta. No esperaba que iba a quedar embarazada porque solo un día me pasé de la inyección. Es que cuando fue la cuarentena me tocaba, pero como no había transporte no me la pude ir a poner”. Estas son las palabras de Karla Xiomara López, de 31 años, quien es madre de siete hijos-cuatro niñas y tres niños– y está en su octavo mes de embarazo esperando un nuevo bebé.

José Alberto Martínez, de 43 años, es el padre de todos sus hijos.

Viven en una pequeña casa de paredes de tablas de madera, a la orilla de los manglares, en un brazo del Lempa, cerca del sitio en que desemboca el gran río en el océano, en La Pita Vieja, Tecoluca, San Vicente. Para llegar ahí no hay calle y hay que caminar no mucho desde el último punto hasta donde llega un carro. Se cruza un puente peatonal sobre un canal del estero. Su casa está casi sobre el nivel del río, en un playón lodoso.

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Ellos son la única familia que se ha negado a abandonar este lugar donde antes había un caserío. La mayoría ya han muerto o se han ido a buscar oportunidades laborales o para tener la tranquilidad de dormir en paz y no esperar que el agua toque a su puerta o se les dé la señal de evacuar porque el río se ha desbordado. Es un lugar de frecuentes inundaciones.

La familia de Karla vive de la pesca, de la recolección de almejas y de la caridad de familiares que viven a medio kilómetro río arriba, en La Pita Nueva. Y es que los ingresos que les deja su trabajo solo son para ir pasando los días, pero esto no es siempre. Hay días buenos y malos, como en todo, y los peores son los del invierno porque es preferible pasarla mal y guardar su vida que arriesgarse a trabajar en un río bravo, crecido por las lluvias, como explica Karla.

La familia Martínez López está conformada por, desde la izquierda: Melissa, Emerson, Oswaldo, José, Bessy, José (Padre), Johana, Meibelin y Karla, (Madre). Foto EDH/ Jonatan Funes

“Cuando es invierno se inunda todo acá, a veces nos ha tocado salir nadando, por eso ahorita no estamos trabajando porque el río no vacía. Ahí estamos que la suegra nos manda comida. Cuando no estamos trabajando nos ayudan”, contó Karla.

Alrededor de la casa, los niños más pequeños corren alegres con unos pescados en sus manos. Su papá salió temprano a pescar y los trajo a la casa en una hielera sin hielo. Los niños se alegran porque más tarde se los comerán, aunque solo sean unos sambos, un pez no muy sabroso pero común en los estuarios costeños.

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El pescado no falta en la mesa, es la principal fuente de proteínas de la familia, aunque relatan que han pasado varios días comiendo solo arroz con cangrejitos que salen de la arena del manglar, y ya querían cambiar el menú. Esto lo explica con una voz suave Bessy Fernanda, quien tiene 11 años, la segunda hija de Karla.

En una hamaca se encuentra Meibelin Elizabeth, de 13 años, y en su regazo está su hermanito más pequeño, Emerson Santiago, de dos años. Ambos miran las noticias en un televisor que les regalaron. En la casa hay electricidad gracias a una prolongación de las líneas que vienen desde La Pita Nueva.

Los López Martínez son la única familia que se ha negado a abandonar este lugar donde antes había un caserío, el cual con el paso del tiempo fue deshabitado por constantes inundaciones del Lempa que provocaba pérdidas. Foto EDH/ Jonatan Funes

José Alexander, de nueve años, permanece en otra hamaca y se mece a un ritmo contínuo, impulsándose hacia el piso de tierra con sus pies descalzos. Oswaldo Danilo, de cuatro años, no deja de jugar con los sambos, aún vivos en la hielera y que serán su almuerzo. Las gemelas de ocho años, Johana Melissa y Emely Xiomara, lo acompañan en su juego ligoso.

En el interior de la vivienda, la luz se filtra entre las rendijas y agujeros de los tablones de las paredes y deja ver una habitación con camas hechas con un imitación plástica de mimbre, con un tejido de ojo de perdiz; una cuna, la esponja sin forro de un colchón cuya vida útil caducó hace muchos años; un ropero vacío solo con dos vestidos, unas bolsas de sal, una hamaca y una pequeña mesa con el televisor al centro.

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“Esa casa es esfuerzo de nosotros, de vender almejas ahorramos para comprar la tabla, para comprar las láminas. Tenemos necesidad de una casa. Ya tenemos años de haberla hecho, pero ya no es segura. Las tablas están podridas, al rato se va a caer”, advierte Karla.

Su marido la secunda y expone las ventajas y desventaja de vivir en el delta del Lempa: “Es duro porque a veces se gana y a veces no, hay que rebuscarse bastante para darles de comer a los niños. Pero para nosotros es más fácil la vida aquí en el estero, en el río. En el pueblo es más dura la vida. Es más fácil conseguir algo aquí para ir a vender afuera”, afirma.

La educación

Su hija mayor, Meibelin Elizabeth, de 14 años, estudia tercer grado, con su mirada tímida en dirección del suelo explica que aplazó porque dejó de ir a estudiar y que no entregaba las tareas. Su hermana Bessy Fernanda va a cuarto grado. Las gemelas Johana Melissa y Emely Xiomara cursan el primer grado, todos en el Centro Escolar Los Naranjos de San Carlos Lempa.

Estos meses de pandemia los profesores del centro educativo han llegado hasta la casa a entregarle las guías. Aunque a estos niños les cueste desarrollarla, su padre y madre no entienden muy bien cómo ayudarles y tampoco cuentan con una computadora y mucho menos con internet para conectarse con el profesor.

Resistencia a los cambios

María Vicenta Montano Palacios, de la organización Olga Estela Moreno ASMUR, trabaja de la clínica comunal de San Carlos Lempa y trabaja orientando a mujeres en el Bajo Lempa desde 2018 sobre sus derechos y sobre la equidad de género.

De su experiencia en el campo sabe que hay obstáculos culturales que dificultan su labor. “Uno de los factores es el poco interés de las mujeres, se les convoca a capacitaciones y no les dan importancia. Una mujer sin información no tiene cómo medir las consecuencias de tener bastantes hijos y cómo las va a beneficiar tener pocos”, comenta Palacios.

Luego de un par de horas de trabajo regresan a casa. En este punto los pequeños ya resienten que no han comido. Foto EDH/ Jonatan Funes

En otros casos son los esposos los que no les dan permiso de capacitarse, dice. “Como mujeres tenemos derechos y tenemos deberes, derechos como aprender un oficio y desenvolvernos solas y no depender de un esposo. Les hemos ofrecido ayuda a muchas, pero no llegan y los resultados son esos”, refiriéndose a la poca planificación de la maternidad.

“A las que sí participan se les enseña que ellas son dueñas de su cuerpo, que ellas deciden cuando sí y cuando no. Se les habla de la sexualidad y el derecho a decidir cuántos hijos desean tener y no los hijos que Dios mande, como dice el refrán”.

Natalidad

Según el informe Oportunidades demográficas de las poblacionales de El Salvador, de 2019, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), “la tasa bruta de natalidad (también denominada tasa de natalidad) se refiere al número de nacimientos vivos por cada 1,000 habitantes durante un año determinado, mientras que la tasa general de fecundidad (denominada también la tasa de fecundidad) es el número de nacimientos vivos por cada grupo de 1,000 mujeres entre las edades de 15 a 49 años durante un año determinado.

En El Salvador, ambos indicadores mencionados están experimentando cambios a la baja, es decir que están naciendo cada vez menos personas debido a que las mujeres están teniendo menos hijos. Por ejemplo, de 1960 a 1965 las mujeres tenían casi 7 hijos en promedio, mientras que en la actualidad tienen dos hijos o menos”, plantea el documento.

Esa medición contrasta con la realidad de Karla, quien es madre de siete hijos y espera a dar a luz a su octavo, una cantidad que hubiera sido la norma hace 60 años en El Salvador.

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El estudio detalla que hasta 1965, la tasa global de fecundidad tuvo un comportamiento creciente, llegando a su punto más alto de 6.7 hijos por mujer. Entre 1965 y 2020 desciende de manera acelerada hasta llegar en la actualidad a un promedio de 1.7 hijos por mujer.

A nivel nacional, para el período 2005-2025, se proyecta una tendencia decreciente de la tasa global de fecundidad en los 14 departamentos del país. Todos los departamentos tendrán una tasa por debajo del umbral de 2.1 hijos por mujer, excepto Cabañas, Morazán y La Unión con resultados superiores.

Se espera que San Salvador sea el único departamento del país con niveles muy bajos de fecundidad de 1.4 hijos por mujer, debido a que es donde la inserción laboral y las oportunidades de desarrollo de las mujeres son más altas.