Jairo huye en la caravana para no ser asesinado por las pandillas en El Salvador

Jairo Mendoza camina con la segunda caravana de migrantes salvadoreños. En casa fue amenazado por no entrar a la pandilla. Ahora recorre las carreteras con una bandera a sus hombros, esta es su historia:

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Foto EDH/Lissette Lemus

Por Marvin Romero

2018-11-06 6:59:20

Jairo se aseguró de que todos durmieran para salir de la casa. Afuera, solo la luz de la luna le ayudó a dar rumbo a sus pasos. Era la madrugada del 28 de septiembre de 2017. Tres días atrás, los pandilleros amenazaron con matarlo si no se hacía parte de ellos. Un amigo, que también era pandillero, le advirtió que la orden ya había sido dada y que creía que se haría efectiva esa misma noche. No había tiempo para nada. Tenía 21 años.

Guardó ropa y algo de dinero en una vieja mochila. Dejó atrás todo lo que puede tener el noveno hijo, de doce, en una familia pobre del departamento de La Paz. No sabía a dónde ir, pero debía irse de inmediato.

Con el mayor silencio que pudo, salió y cerró la puerta. Caminó por veredas hasta la carretera. Pagó unos dólares para llegar a la terminal más cercana. Todavía no salía el sol cuando abordó un autobús, luego otro y otro. Así hasta las cinco o seis de la tarde.

 

La noche lo alcanzó en Jiquilisco, departamento de Usulután. Lo primero que hizo fue alquilar un cuarto. No pudo dormir, pensó en buscar trabajo: lo poco que llevaba en el bolsillo, no duraría mucho. Aquella habitación se convirtió en su hogar por algunas semanas.Cuando era niño, su padre, ahogado en la pobreza, también tuvo que dejar el hogar. Se fue “mojado” a los Estados Unidos. Pero pronto fue detenido, lo acusaron de ser coyote y vivió varios años preso en numerosas cárceles por todo el país.

De ahí que, desde que tuvo la fuerza suficiente en sus brazos, Jairo ha debido mantener a sus tres hermanos menores. Por seguridad, desde Jiquilisco, no se comunicaba directamente con su familia, pero hacía lo imposible para que el dinero que ganaba llegara a casa. Se ocupó en talleres y otros rubros por un tiempo, hasta que conoció a Luis que, entre otros trabajos, se dedicaba a la cacería en los cerros de San Agustín, oficio que Jairo aprendió de sus hermanos a los nueve años.

Se convirtieron en mejores amigos y compañeros de lucha. Cazando intentaron salir adelante. “Al menos, las tortillas y los frijoles ya no me faltaban”, recuerda Jairo, sentado de frente al portón cerrado del puente Rodolfo Robles, en la frontera entre Guatemala y México.

Jairo salió de la Plaza Salvador del Mundo el pasado 31 de octubre junto a la segunda caravana de migrantes salvadoreños. Foto EDH/Lissette Lemus

Es la madrugada del 02 de noviembre de 2018, un año y dos meses después que huyó de su hogar en La Paz. Ahí, sobre el frío asfalto, más de 1,500 salvadoreños están a sus espaldas. Es la segunda caravana de migrantes que salió de El Salvador e intenta llegar a Estados Unidos. Esperan que México cumpla su promesa de dejarlos pasar. Un par de minutos atrás, autoridades migratorias mexicanas pidieron una hora para resolver.

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Jairo y su amigo Luis, quien también lo acompaña en la ruta, permanecen sentados al frente del grupo. Ambos sostienen, extendida, la bandera de El Salvador. El frío de la madrugada obliga a Jairo a cubrirse con ella. Tan lejos de casa, no viene mal algo del calor de su tierra. En segundos, se convierte en el centro de atención de todos los fotógrafos que cubren la noticia.

“Ya soy más famoso que el presidente”, dice a sus amigos – Además de Luis, un hombre y una mujer, también de Jiquilisco, lo acompañan – “Cobrá por la foto”, le gritan, él suelta una carcajada. Diez o veinte fotografías después, está cansado. Aunque no lo parece, es tímido. Vuelve a cubrirse con la bandera, como protegiéndose, como diciendo que ya fue suficiente. Evade a un par de periodistas, se hace el que no escucha y comienza a revisar su mochila, la misma con la que huyó de su casa aquella madrugada de septiembre.

Llegó a Tecún la tarde anterior

Es la una de la tarde del jueves 1 de noviembre, un día antes que la caravana de migrantes intentara cruzar a México. Jairo luchaba por no quedarse dormido, en una hamaca a las orillas del río Suchiate. Recién llegó a Tecún Umán, después de varias horas recorriendo la carretera. Entre San Salvador y Tecún Umán hay 423 kilómetros. Se ve cansado, se le cierran los ojos, bosteza cada pocos segundos, pelea por mantenerse despierto. La brisa lo mece y está por caer. Los pies lo matan. Bosteza de nuevo y parece que ya no entiende las palabras.

Lo que impulsó a Jairo a huir de El Salvador fue la amenaza que le hicieron las pandillas: matarlo si no se hacía parte de ellos. Foto EDH/Lissette Lemus

A su lado se habla de fútbol, de los últimos resultados de la liga en El Salvador. Un hombre con la camisa de Firpo defiende a su equipo, otro con una gorra del Alianza lo rebate. En el río, algunos se bañan, otros lavan ropa. Los niños juegan. Un par de hombres, sentados en una piedra debaten sobre la mejor forma de derribar el puente, que puede verse a la distancia.

Los balseros cobran cien quetzales – más de trece dólares – por cruzar el río. Al otro lado “la migra mexicana” está atenta. Jairo se arropa con la bandera azul y blanco, que lo cubre casi por completo. Intenta seguir cualquiera de las pláticas, sin conseguirlo.

Esa bandera que lo cubre ha sido su compañera desde que salió de El Salvador. Con ella se protegió del sol y de la lluvia. Se la amarró al cuello, se tapó la cabeza, se la puso en la cintura, la tiró en el suelo y se recostó, se secó el sudor de la frente. Arropado, en la hamaca, sigue peleando contra el sueño.

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Jairo salió de la Plaza al Divino Salvador del Mundo el pasado 31 de octubre junto a la segunda caravana de migrantes salvadoreños. Abandonó el país por la frontera La Hachadura a eso de las dos de la tarde. En total, más de 1,700 salvadoreños dejaron tierras cuscatlecas ese día. Durante todo el camino esquivó las preguntas y se escondió de las cámaras que lo seguían, atraídos por la bandera que llevaba en sus hombros.

La madrugada del jueves dejó el poblado de Moyuta, en Jutiapa, Guatemala, para dirigirse al departamento de Escuintla. “Llegamos a las siete y todavía faltaba mucho para Tecún”, dice, frente al portón del puente. Saca un mapa de su bolsillo, en donde señala las distancias: aún faltan más de 300 kilómetros de recorrido. Ya pasó media hora del tiempo que pidieron las autoridades mexicanas. En el puente se han dicho un par de bromas y hubo risas. Jairo se sienta a un lado y parece que ya está de ánimos para platicar.

“Yo anduve como copiloto en rastras y me puedo ese rollo”, confiesa y cuenta que convenció al motorista de una, que viajaba hacia México, para que los llevara hasta Tecún Umán. “Ya me los puedo y le dije que nos subiera en el vagón”. En total, fueron 150 migrantes salvadoreños los que viajaron así hasta la frontera. El camionero les cobró cuarenta dólares por el viaje. “Puse un palo para que no se cerrara la puerta y no nos ahogáramos ahí”, relata.

Jairo y sus amigos llegaron a México a través del puente Rodolfo Robles. Foto EDH/Lissette Lemus

La rastra los dejó a un par de kilómetros de Tecún Umán. Faltaban algunos minutos para el mediodía. Caminaron bajo un ardiente sol hasta que alcanzaron el parque central. De ahí partieron hacia el río, en donde, en la hamaca, a la sombra de un almendro, después de luchar en vano, Jairo se rindió y cayó dormido.

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La ruta hacia Estados Unidos

Con el mapa en la mano, de vuelta en el puente Rodolfo Robles, ya entrado en confianza, Jairo explicaba cómo su padre, por teléfono, le había indicado la ruta para que llegara hasta los Estados Unidos, diciéndole una a una las ciudades por las que debía pasar. Las memorizó y cada vez que se le olvidaba alguna, regresaba al punto de partida y comenzaba una vez más. Ese camino es conocido como la ruta Noroeste: 5,700 kilómetros de los cuales, Jairo ha recorrido poco más de 500.

A sus padres, Jairo les avisó que caminaba con la segunda caravana de migrantes hasta el jueves por la mañana, cuando ya estaba en Guatemala. “Mi mamá se puso a llorar de enojada, pero ya nada podía hacer, ya voy aquí”, dice y levanta los hombros. El llanto se le asoma a los ojos. Desde la amenaza de los pandilleros, no escuchaba la voz de su madre. “Yo no puedo volver. Si regreso a mi casa, me matan. Si regreso a Jiquilisco, también me matan”, expresa. Vuelve a pasarse la mano por los ojos, en un intento por esconder las lágrimas.

Jairo y su amigo Luis fueron de los primeros en cruzar la frontera. Lo hicieron sosteniendo la bandera de El Salvador. Foto EDH/Lissette Lemus

La bandera de El Salvador sigue en sus manos y la sostiene con los puños cerrados, como con rabia. “Para hacer este viaje tuve que vender todas mis herramientas”, confiesa con la voz entrecortada. “Y ahorita solo con veinte dólares voy ya”, agrega. En el camión que los llevó a Tecún Umán se gastó casi todo. Además, al salir de San Salvador, Jairo y sus tres amigos reunieron dinero para comprar un teléfono celular con el que todos se comunican con sus familias, a medida avanzan. Jairo,también mantiene contacto constante con dos tíos que le han ofrecido refugio cuando llegue a Estados Unidos.

Desdobla una vez más el mapa y coloca su dedo en algún punto entre los estados de Oklahoma, Texas y Arkansas. “Para aquí voy”, dice. “Allá me esperan para ayudarme”, confía. Ya no quedan rastros de tristeza en su cara y a sus espaldas, los primeros rayos del sol comienzan a aparecer. Han pasado cerca de dos horas desde que el Cónsul mexicano les pidió tiempo y La Caravana pierde la paciencia.

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A unos metros de donde estamos sentados, Ramón Torres: El Líder de La Caravana pide al grupo una oración. Jairo ha sacado de su mochila una vieja fotografía, desgastada por el paso del tiempo. “Él es mi papá cuando estaba pequeño”, dice y señala a un niño de unos cinco años – la edad que Jairo tenía cuando su padre se fue mojado para Estados Unidos – Se queda absorto por unos segundos en la imagen, que hasta es posible verla reflejada en sus ojos. El resto de migrantes está orando. Guarda el pedazo de papel en su bolsillo y dobla sus rodillas hasta el suelo.

“Déjanos seguir adelante, Señor. Que todo nos salga bien, Señor. Tú moverás corazones, Señor. Tú tocarás el corazón del presidente Trump, Señor”, dijo con la cabeza agachada y las manos en posición solemne. “Amén”. Se puso de pie y tomó la Bandera, la colocó alrededor de sus hombros. El sol del amanecer pintó de dorado su silueta. El azul y blanco parecían brillar. Parecía como si no solo la Bandera lo arropara, sino también las esperanzas de los 1,500 salvadoreños que tenía detrás de él.

Para entonces, la Caravana cantaba en coro: “Sumérgeme, en el río de tu espíritu…”, y las aguas del Suchiate sonaban a la distancia. No pasó mucho tiempo para que el Cónsul mexicano llegara y anunciara que se abriría el portón para el paso de los migrantes por el puente. Hubo aplausos y gritos de “¡Qué viva El Salvador!”. Jairo y Luis ondeaban la Bandera sobre sus cabezas. Cuando se abrieron las puertas, los amigos fueron los primeros en cruzar, con la bandera al frente. “Juntos Siempre”, dijeron.

Jairo aceptó la oferta de refugio de las autoridades mexicanas y no cruzó el río Suchiate como el resto de migrantes salvadoreños, que decidieron regresar a Tecún Umán. En Chiapas, cuando la Caravana llegó al parque central, cambió de opinión. Abandonó el trámite y ya camina nuevamente con el grupo. “Eso del proceso ahí va a quedar, a lo que Dios diga. Nosotros seguimos con la Caravana para arriba”, dijo el domingo desde una acera en Tapachula.

“Si regreso a mi casa, me matan. Si regreso a Jiquilisco, también me matan. No puedo volver”, expresa Jairo. Foto EDH/Lissette Lemus