A las 5:00 de la mañana, Alexandra (nombre ficticio) sale apresurada del pequeño cuarto donde duerme y aligera el paso hasta llegar a un anexo donde se encuentra un baño. Debe aprovechar que aún está oscuro. De regreso, la estudiante de bachillerato trata de evadir a los empleados o vigilantes que la vean en toalla. Se viste con su uniforme y está lista para recibir otro día de clases.
Alexandra vive en un centro educativo porque tiene miedo que la pandilla la asesine.
La joven tiene 18 años y aún, en esas condiciones, está a punto de graduarse y terminar su bachillerato. Pero tiene miedo, no quiere volver a la colonia donde creció al oriente de San Salvador porque los pandilleros la pueden asesinar. La estudiante necesita seguir sus estudios y buscar trabajo para pagar el alquiler de una casa.
El llanto de Alexandra rompe el silencio de la biblioteca donde estudia. Abraza fuertemente su bolsón y cuenta con detalles su calvario. “Estar aquí es feo, pasar de estar con la propia familia a estar sola, no es fácil”, resume la joven entre sollozos.
La estudiante pasa entretenida en sus clases y con sus compañeros durante la mañana y parte de la tarde. Lo duro, es al finalizar el día. Despide con mucha nostalgia a sus amigos y maestros. La joven regresa al pequeño salón. Ahí espera la noche, come algo y luego a dormir. Así pasan los días de Alexandra.
La joven no tiene un armario donde guardar su ropa, lo hace en una mesa, no tiene cama, duerme en una colchoneta. El único adorno que hay en el cuarto es un león de peluche de gran tamaño. Dice que es un regalo.