Dalila y sus tres hijos estaban escondidos en un apartamento de la planta baja del edificio 92 de la colonia Zacamil en el municipio de Mejicanos. El que tiene la pared llena de agujeros de bala. Era una tarde de octubre de 2016. La puerta, sin número, permanecía cerrada con doble seguro y la ventana, que da a la calle, estaba cubierta con una tela oscura. La mujer y los niños llevaban ya varios días encerrados. Afuera, un grupo de pandilleros vigilaba la entrada del apartamento día y noche.
El esposo de Dalila es policía y la pandilla lo sabe. Dos veces han intentado matarlo. La primera, cuando le dispararon una ráfaga de balas al salir del apartamento junto a su esposa y su hija de dos años. La segunda semanas más tarde, cuando le colocaron el cañón de un revólver a escasos centímetros de la cabeza. Cobra -indicativo utilizado por seguridad – supuso que no sobrevivirían a un tercer ataque. Entonces decidieron vender sus pertenencias y escapar del país.
Ahora Cobra y su familia viven como refugiados a 8,700 kilómetros de El Salvador. Hasta allá los empujó la violencia que se sufre a diario en el país, la inseguridad de su trabajo y el completo desinterés de sus jefes, quienes le dieron la espalda tal como lo han hecho con decenas de sus compañeros y sus familias, quienes se vieron en la misma situación: algunos ya están muertos.
Ministro de Seguridad asegura que pandillas buscan presionar para eliminar medidas extraordinarias
Con asesinatos de policías y otros miembros de la seguridad pública. Ramírez Landaverde aseguró que hay pandilleros detenidos con relación a los asesinatos del motorista de la Policía en San Vicente y del agente de la corporación en San Rafael Cedros, Cuscatlán.
Cuando Cobra sufrió el primer ataque, en octubre de 2016, las balas de los pandilleros de la MS (Mara Salvatrucha) impactaron en las paredes de su apartamento y en el de su vecino. Como pudo, cubrió a su esposa y a su hija, sacó su arma y se defendió. Logró repelerlos pero era evidente que los atacantes volverían y que debían estar preparados. Desde entonces, los pandilleros comenzaron a vigilarlos día y noche.
Dalila y los niños se mantenían encerrados y no salían a menos que fuera con Cobra. Eran encierros prolongados, debido a los turnos laborales del agente. Tras el ataque, él solicitó protección al Sistema 911 de la Policía, pero nunca llegaron. “No recibí apoyo de mis propios compañeros, eso me dio temor”, confiesa Cobra.
Decidió elaborar un informe para presentarlo a la jefa de la delegación donde estaba destacado, en el municipio de Santa Ana, pero jamás recibió respuesta. “Omitiré el nombre (de la jefa), no vale la pena, pero era una subinspectora”, agrega con cierta decepción. Se volvió evidente para Cobra que no recibiría ni palabras de aliento.
El caso de Cobra no es único dentro de la corporación policial. Desde 2013, la PNC registra 976 denuncias por amenazas directas de pandillas a policías: una denuncia de amenaza cada dos días durante los últimos cinco años. El 73 % de casos proviene de agentes de rango básico: oficiales que trabajan brindando seguridad en calles, comunidades y cantones por todo el país.
Los datos confirman que, en el mismo período, 325 policías presentaron su renuncia a causa de esas mismas amenazas, sugiriendo que cerca de la mitad de denuncias terminan en la renuncia del agente (un 45 % del total) Un agente renunció cada cinco días entre 2013 y 2017 por esta causa. En 2016, el año con mayor número de casos registrados, 119 agentes renunciaron. Es decir, un policía renunció cada tres días.
Ello evidencia la condición de abandono a la que se enfrentan los agentes amenazados. Sin apoyo en el 911 ni en su jefatura, al agente Cobra no le quedó otra opción que implorar la protección de compañeros policías destacados en las cercanías de su casa, en donde fue atacado junto a su familia. Sus camaradas, como los sigue llamando en la actualidad, aceptaron ayudarle.
Los policías hicieron turnos para vigilar el apartamento de Cobra, sin dejar de cumplir con el patrullaje en los sectores bajo su responsabilidad. Pero todo ese esfuerzo fue en vano, los pandilleros siguieron llegando a “postear” (vigilar la zona) frente al hogar del agente. Cobra decidió que lo mejor era cambiar de residencia, al menos de forma temporal, “hacia un lugar más seguro”. La familia reunió algunas pertenencias y se mudaron sin levantar sospechas.
Una de cada cinco renuncias de policías durante los últimos cinco años fue debido a amenazas directas. En ese período, el fenómeno se incrementó. La intimidación hacia agentes y sus familias ya es un factor de importancia que afecta no solo a la operatividad de la PNC, sino que también obliga a los policías a abandonar su trabajo y sus hogares – como sucedió con Cobra – y los expone a patrones de desplazamiento forzado a causa de la violencia de las pandillas.
Nadie escuchó el grito de auxilio del agente Coreas
Dos patrullas estacionadas de la PNC rompen la engañosa calma, sobre la polvorienta calle que lleva al caserío Quebrada Honda, del municipio de Chilanga en Morazán. Es mediodía. Custodian el cerco que sirve como entrada a una de las casas sobre el camino. Adentro, en la habitación principal, hay tres ataúdes. Pertenecen al padre, la madre y la hermana del agente Coreas, asesinados en esa casa dos días atrás.
Unas treinta personas están dispersas entre esa habitación y sobre la vereda que del corredor de la casa lleva hasta la calle principal. A ambos lados del sendero, tres o cuatro policías vigilan entre los árboles. El agente Coreas está de pie a unos pasos del cerco. Habla con todos y con nadie. Tiene la mirada perdida.
Todo ocurrió la tarde del miércoles 4 de julio de 2018. Faltaban cinco minutos para las cuatro cuando el agente Coreas, que en ese momento estaba destacado en el municipio de La Unión, alertó sobre un grupo de hombres armados que llegaron a su hogar en Chilanga. Nadie llegó en su defensa y los sujetos abrieron fuego contra su familia.