Tras los misterios de la Luna

El domingo 20 de julio de 1969, la historia planetaria cambió. Dos seres humanos posaron sus pies sobre la Luna y así abrieron las puertas a la exploración del único satélite natural de la Tierra.

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Edwin E. Aldrin Jr., piloto del módulo lunar, camina sobre la superficie de la luna cerca de una pata del módulo lunar Eagle. Foto EDH/ Archivo

Por Carlos Cañas Dinarte

2019-07-19 8:30:55

Ixchel o Meztli. Para los antiguos pueblos mesoamericanos, ambos nombres hacían referencia a aquel enorme disco con color “piel de conejo” que salía por las noches y cuya observación detallada les permitiría la creación de los primeros calendarios para rituales, siembras, festividades mundanas y muchas actividades más en sus vidas cotidianas y gubernamentales.

Con el paso de los siglos y la llegada de las tropas conquistadoras europeas, la fascinación por la Luna, sus fases y sus eclipses no decayó, sino que se adaptó al nuevo culto al Sol, a su calendario y a sus rituales conexos. Era otra ya la connotación de la divinidad, porque el Sol pasaba a ocupar el centro del universo conocido, hasta que llegara un tal Galileo Galilei a desmontar aquella arraigada creencia.

En la zona de Izalco, los narradores orales contarían durante muchos años las pasadas o vivencias de Tío Conejo y Tío Coyote. Una de las más recordadas es cuando el primero engaña al segundo con que la Luna es de queso y que se la puede comer si se lanza de cabeza a un charco que la refleja en el suelo, en una prueba obvia de la inteligencia del oprimido contra la ignorancia y la fuerza bruta del opresor.

Los rayos e influjos lunares influían en muchos aspectos de la vida dentro del Reino de Guatemala. Por un lado, regulaban las menstruaciones de las mujeres en estado fértil. Por otro, marcaban los momentos de máxima locura de los orates y débiles mentales, a los que no en balde se les identificaba como lunáticos. Además, los poetas alzaban sus liras y versos para cantarle a los parajes desnudos del único satélite natural de la Tierra, con la ilusión de que conspirara a su favor para ganarse el afecto de alguna doncella o mengala en la que hubieran puesto sus ojos y su corazón. Hijos de la Luna, al fin y al cabo.

En la tarde del 20 de septiembre de 1889, en el Paraninfo o auditórium de la Universidad de El Salvador, situada entonces al costado poniente de la Catedral de San Salvador, la joven Antonia Navarro Huezo (1870-1891) defendió su tesis La luna de las mieses, con la que obtuvo su grado doctoral en Ingeniería Topográfica. Así, con gran destreza en el manejo de fuentes astronómicas internacionales dedicadas a la Luna -entre ellas, las de la afamada Ada Lovelace-, la primera mujer doctorada en la región centroamericana desmontó uno de los mitos que rodeaban a las apariciones periódicas de aquel trozo rocoso suspendido en el firmamento.

Primera huella del hombre en la Luna. Foto EDH / Archivo

La Luna y sus aparentes misterios tampoco estuvieron lejos de las observaciones y apuntes de otros científicos salvadoreños del siglo XIX, como los doctores Irineo Chacón, Alberto Sánchez y Santiago Ignacio Barberena. Para todos ellos, sus trabajos lunares resultaban esenciales para el trazado de sus respectivos almanaques y calendarios, que al ser impresos y distribuidos por el territorio nacional permitían fijar las estaciones, los períodos de lluvia y siembra, etc. Por otra parte, también comenzaron a hacer anotaciones de la coincidencia entre los eclipses lunares y algunos de los más fuertes terremotos ocurridos en la historia nacional, con el afán de confirmar o descartar dicha suposición, ya descartada de lleno por la moderna teoría de las placas tectónicas.

Desde la segunda mitad del siglo XIX, la atracción humana por la Luna fue estimulada por la literatura y el cine primigenio. Las novelas del francés Jules Verne y la película de 1902, hecha por su compatriota Georges Méliès, estimularon la imaginación de que un viaje de seres humanos al satélite selenita era posible. Para lograrlo, se necesitaba algo más que un cañón de gran tamaño como se planteaba en ambas obras. Urgía una serie de complejos cálculos y el desarrollo de nuevas tecnologías. Para entonces, la electricidad, los aviones y los automotores de combustión interna aún representaban algunos de los más grandes avances en la historia tecnológica.

La llegada del Año Geológico Internacional, en 1957, marcó un hito decisivo en la aceleración de los programas espaciales tanto de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como de los Estados Unidos de América (USA). Mientras los soviéticos lanzaron los primeros satélites artificiales al espacio, a la perra Laika como el primer ser vivo sacrificado en esa carrera por alcanzar el espacio exterior y al cosmonauta Yuri Gagarin como el primer ser humano en salir de la atmósfera, los estadounidenses lograron algunos hitos con sus propios programas de lanzamiento de satélites artificiales -en los que tomó parte la física salvadoreña Alice Lardé-López Harrison (1933-2015, casada con el matemático y premio Nobel estadounidense Dr. John Nash Jr.)- y de su cuadro de astronautas encabezados por John Glenn, Alan Shepard y otros.

En medio de la guerra fría entre estadounidenses y soviéticos, el presidente John Fitzgerald Kennedy instó a su nación a emprender un ambicioso proyecto de poner a un ser humano sobre la superficie lunar antes de que finalizara aquella década, marcada por diversos conflictos internacionales y un avance incuestionable del comunismo como doctrina de ejecución política y económica. Incluso, el propio gobernante estadounidense sería abatido por un francotirador en Dallas, en medio de una situación jamás esclarecida y que sólo ha hecho aumentar los rumores y conspiraciones con el paso de las décadas.

Edwin “Buzz” Aldrin en la Luna, fotografiado por su compañero Neil Armstrong, quien fue el primer ser humano que puso pie en
la superficie selenita.. foto EDH / archivo

Nueve años después de la invitación profética del presidente Kennedy y luego de sortear muchos obstáculos y serias dificultades técnicas y presupuestarias, los Estados Unidos y sus autoridades aeroespaciales estuvieron en la capacidad de alcanzar el nivel tecnológico requerido para lanzar una misión espacial hacia la Luna. En medio de todos aquellos movimientos se destacaba la figura del ingeniero alemán Wernher von Braun (1912-1977), un científico nazi reconvertido por los aliados para explotar sus invaluables conocimientos con los lanzamientos de las temibles bombas voladoras V-2 durante la Segunda Guerra Mundial, las que sin ningún tipo de tripulación sembraron muerte y destrucción durante sus incursiones sobre la capital del Reino Unido. Desde el programa Apollo, ahora se trataba de llevar a tres seres humanos vivos hasta donde nunca nadie había llegado antes: a la superficie de la Luna, a más de 400,000 kilómetros de distancia de la tercera roca del sistema solar.

La concepción de las computadoras modernas por Alan Turing y el diseño y uso de los transistores posibilitó la realización de muchos complejos cálculos, en cuyo trabajo resultó esencial la labor de muchísimas mujeres dedicadas a las matemáticas, la física, la astronomía, la computación y otros campos teóricos y aplicados. Todo con la finalidad de hacer posible el éxito total de aquella misión crucial dentro del programa Apollo, que había comenzado con mal pie con el incendio del Apollo 1 durante una prueba, el 27 de enero de 1967, que costó la vida de los astronautas Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee.

Los riesgos rondaban siempre a los viajes espaciales, como lo probaría más adelante el Apollo 13 y la explosión de dos de los transbordadores espaciales usados en las décadas de 1980 y 1990.