La tumba con los restos de Buda está en China; la de Mahoma, en Medina, Arabia; la de los patriarcas hebreos, en Cisjordania, Palestina; la de San Pedro, el primer Papa, en el Vaticano; la de Cristo, en Jerusalén, pero, a diferencia de las demás, esta última está vacía…
Sin embargo, es el punto de encuentro de millones de cristianos y no cristianos que anualmente la visitan en Jerusalén, la ciudad más sagrada para las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo.
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Con días calurosos como en San Miguel y frías noches como El Pital, un peregrinaje pre-pandemia me llevó a la estación de autobuses de la Ciudad Vieja, desde donde se puede observar una fortaleza gótica de colosales murallas que protegen la antigua urbe. Al entrar, aquello parece más bien el Mercado Central de San Salvador —como un hormiguero con cientos de marchantes que pululan en puestos de venta de pitas de carne de cordero, ropa, celulares y accesorios—. Parece cualquier cosa menos la urbe santa en la que vivió y murió Cristo, pero que también ha sido el escenario de sangrientas conflagraciones desde tiempos inmemoriales.
Conquistadores han llegado a destruirla a sangre y fuego, como Tito con sus disciplinadas y brutales legiones en el año 70 de nuestra era, a partir de lo cual los romanos hasta le cambiaron nombre: Aelia Capitolina, y pretendieron aplastar sus recuerdos, tradiciones y arquitectura.
Habiendo superado esta etapa, 300 años después el emperador Constantino y su madre, Santa Elena, restauraron los santos lugares del cristianismo, entre ellos la Basílica de la Natividad y el Santo Sepulcro.
La empedrada ruta de ingreso a la Ciudad Vieja, por donde caminan hombres con largos mantos árabes y mujeres con sus tapados típicos, conecta con la Vía Dolorosa, en la que caminó Cristo con la cruz a cuestas, donde sendas capillas marcan las 14 estaciones hasta llegar a la Basílica del Santo Sepulcro, también llamada “de la Resurrección”. En ese lugar la tradición enseña que estuvo el Gólgota y “cerca” el sepulcro que cedió José de Arimatea para depositar el cuerpo exangüe del Mesías.
Se trata de una monumental basílica fundada por Santa Elena donde, según la tradición, encontró la cruz de Cristo. En su interior está una pequeña cámara mortuoria, llamada Edículo, donde fue depositado el cuerpo de Jesús. Está alumbrada solo por la mortecina luz de velas frente a un pequeño altar ante el cual oran brevemente los peregrinos que van pasando por turnos.
Vida y muerte, brevedad y eternidad, paz y bien se mezclan indescriptiblemente en ese momento, un sentimiento suprahumano y una tranquilidad infinita. Como dijo el ángel a las mujeres en esa incierta mañana del tercer día: “Jesús, el crucificado, no está aquí”, pero más de 2000 años después podemos experimentar la esperanza en una vida mejor...