“Me leyó la vida”, el encuentro de una salvadoreña con una gitana en un pueblo de Sonsonate

Hace más de 60 años, una salvadoreña se encontró de forma casual con una gitana durante su adolescencia. Catalina nunca ha creído en lectura del destino en manos o cartas, pero todo lo que aquella extranjera alta y amable le dijo se cumplió.

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Una salvadoreña recuerda que entre los años 1953 a 1955 un grupo de gitanos llegó a un cantón del norte de Sonsonate. Foto referencia / Pixabay

Por Mirella Cáceres

2019-05-06 9:15:59

“Yo desde joven he sido escéptica a que me anden leyendo la mano, a que me tiren las cartas y mucho menos he ido a un centro de brujería”. Con esa aclaración comienza Catalina su relato de cómo hace más de 60 años una gitana la encontró y espontáneamente le leyó el destino, un destino que se cumplió al pie de la letra.

Ahora, a sus 81 años de edad, las palabras que recibió de aquella gitana, alta y amable, cuando apenas era una adolescente, aún siguen rebotando en su memoria. Y es que los eventos que ella le auguró se fueron cumpliendo uno a uno.

Catalina dice que todo ocurrió entre los años 1953 a 1955 en un cantón del norte de Sonsonate. Eran tiempos en que caravanas de gitanos bajaban desde México y recorrían con sus indumentarias de vivos colores varios pueblos de Centroamérica.

“Venían una vez al año, en carretas haladas por caballos, montaban una especie de carpa como de circo y en la noche se alumbraban con lámparas de carburo”, cuenta Catalina.

“Ya llegaron los húngaros… ya llegaron los húngaros”, corría la voz en aquel pueblecito situado al norte de Sonsonate, cuando aparecía la fila de carretas de gitanos, las que Catalina recuerda estaban cubiertas con telas
gruesas, como techos de fábrica y se asentaban en la placita local por aproximadamente un mes.

“No sé por qué les llamaban húngaros, hablaban español, parecido al (acento) mexicano. Ellos mismos repartían hojitas impresas anunciando su llegada e invitaban a acercarse si querían consultar su futuro o que les adivinaran el porvenir”, cuenta Catalina.

Las mujeres vestían largas faldas y blusas de intensos y llamativos colores, usaban pañuelos en sus cabezas y muchos collares y pulseras, como las bisuterías que se usan hoy, “bien coloricos”, dice la anciana.

A los hombres los describe de piel morena y altos; usaban unos pantalones flojos amarrados con cintas en los tobillos, camisas de tela de macartur manga larga y sombreros de pelo. También dice que salían a pasear en caballo por las calles del pueblo.

En 1888, Vincent van Gogh pintó esta caravana y campamento gitano, muy semejantes a los que se establecieron en diversas localidades del territorio salvadoreño en las siguientes décadas.

La gente les tenía miedo, recuerda pero dice que ellos no hacían mal a nadie. “Era gente inofensiva, eran amistosos, ellos salían a las calles a vender sus servicios, pero había gente en el pueblo que les tenía miedo, había papás que les decían a los hijos que no anduvieran en la calle porque se los podían llevar los húngaros”, recuerda con risas.

Ella describe que a lo mejor era porque intimidaban con su apariencia: narigones, altos, su piel era muy morena y ceniza. Además, por la forma comunitaria en que vivían.

Durante el día salían a vender bisuterías, telas, pañuelos y varios tipos de sartén con orejas, hechas de lata. “En la noche tiraban las cartas, leían las manos, las mujeres bailaban y la gente pagaba por verlas, era como un espectáculo”, cuenta Catalina.

Aunque había gente seducida por los gitanos y los buscaban por fe o curiosidad de saber sobre su destino, en su casa, ella cuenta que su familia era ajena a ello. Por eso ese día en que se topó con la gitana, ella quedó paralizada.

El encuentro

Era de día y la adolescente regresaba de la tienda a su casa, por la empedrada calle de aquel pueblo sonsonateco. De repente, dice que escuchó unos pasos detrás de ella y de repente tenía enfrente a aquella mujer.

“Era muy alta, con ojeras bien marcadas que destacaban sus grandes ojos color miel, sin maquillaje, con grandes argollas, su blusa con revuelos y mangas hasta el codo y llena de collares, usaba colores encendidos, no había color triste allí”, rememora Catalina.

“¿Para dónde vas chica? No me tengas miedo, yo quiero ser tu amiga, por eso te pregunto. ¿A dónde vives?”, le lanzó aquella mujer, quizás al notar su perplejidad de una adolescente Catalina. “Tengo algo bonito que decirte que te vas a recordar toda tu vida”, prosiguió la mujer, pese a que Catalina dice que le pedía que no le hablara de brujerías.

“Yo no la conozco, yo no creo en esas cosas, no me vaya a hablar de eso, le dije. Yo estaba muerta de miedo”, relata. Pero la gitana insistió y le pidió ver las palmas de sus manos. Casi automáticamente o quizás bajo alguna suerte de encantamiento, la jovencita le extendió sus manos y la mujer las tomó entre las de ella.

Un mal augurio y palabras de ánimo

“Te voy a decir algo para que estés preparada en la vida, y te vas a recordar de esta vieja. Ahorita estas pasando una infancia bonita, tus padres te quieren, y vas salir de este lugar, vas a conocer nuevas personas, te vas a cultivar y eso está bueno, tienes unos padres responsables”, comenzó a decirle la gitana.

“Pero al final de los tiempos vendrá un cambio de etapa en tu vida. Cuando estés bien feliz, va a llegar un hombre, alto, fuera de este lugar. Vas a caer en sus manos y tu vida va a ser un calvario. Pero no te alarmes porque siempre hay una salida, y tú vas a salir de eso, pero tienes que luchar no darte por vencida, no quedarte allí vencida, tirada, porque medios van a haber para levantarte”, fue el contundente vaticinio.

Catalina dice que al final, la gitana le dijo que aquel hombre con el que le auguraba “el calvario” iba a ser “un bribón” y que con él procrearía cinco hijos.

“Vas a tener cinco hijos, tendrás pobreza, malos tratos, motivos que terminan con la vida de las mujeres muchas veces. Pero hay que ser valiente, te lo digo por experiencia, por eso estoy aquí, porque yo he sido valiente. Pero siempre hay una salida, pero tienes que levantarte, poner de tu parte porque siempre hay una salida”, le insistió la extranjera aquel día.

En este mapa de la tradición oral del departamento de Sonsonate, elaborado en 2012 por el Instituto RAIS, se presentan varios lugares donde se establecieron campamentos y caravanas gitanas. Imagen proporcionada por el antropólogo Ismael Crespín.

Vaticinio cumplido

“Dicho y hecho”, dice Catalina. Aquello, que había quedado en su subconsciente, dice que lo recordó varios años después. Primero, cuando salió de aquel pueblecito empotrado entre cerros y fue enviada por su papá a Santa Ana a estudiar a un colegio de monjas, donde vivió una etapa académica muy exitosa y cosechó grandes amistades.

En aquella etapa, en la que asistía a los bailes al Casino Santaneco y otras actividades sociales, también conoció a su primer amor. Dice Catalina que al recordar las palabras de la gitana, tuvo temor de que aquel “bribón” del que la mujer le habló fuera aquel joven de ojos verdes que conoció, pero todos sus temores desvanecieron cuando lo fue conociendo y disfrutó de una bonita y feliz relación.

Por azares del destino, aquella relación terminó casi al tiempo en que su familia perdió prácticamente sus fincas y su padre falleció cuando apenas tenía 56 años.

Después de aquel novio llegó a su vida un joven cuatro años mayor que ella, alto, de afuera del pueblo, tal como se lo describió la gitana. “Caí en las garras de este hombre y allí se cumplió todo”, lamenta Catalina.

De ese hombre dice que si bien él no era un “asesino ni mañoso”, le gustaba más salir a parrandear con los amigos; pero también la maltrataba y menospreciaba verbalmente y no le gustaba trabajar mucho, por lo que aportaba muy poco a la casa.

Aquella situación de escasez, a la cual ella no estaba acostumbrada, pues junto a sus padres tuvo una vida holgada, la obligó a buscar trabajo en las fincas, vendía comida, minutas o cualquier otro alimento preparado que había aprendido a hacer en su estadía con las monjas.

“Me aventé a trabajar porque vinieron los hijos y había que criarlos”, dice Catalina.

Y tal como se lo adivinó la gitana, tuvo cinco hijos, uno de ellos falleció a causa de una enfermedad genética siendo un bebé. Pero le sobrevivieron cuatro, a los que crió con mucha dificultad.

Catalina dice que si bien recordaba los malos vaticinios de la gitana, también le resonaban las palabras de ánimo  que ella le dijo al mismo tiempo: ser valiente, no quedarse vencida, levantarse… porque vendrían mejores tiempos, porque iba a salir adelante.

Casi 30 años pasó atada a aquel hombre hasta que un día tomó la decisión de tomar a sus hijos y se fue lejos. Pasó varios años luchando por sus dos hijas menores, pero al fin se sentía liberada, dice.

Aunque nunca olvida el “calvario” que vivió, tampoco los momentos felices que vivió antes y después. Ahora dice sentirse orgullosa de haber librado muchas batallas; y siempre recuerda a aquella gitana que le leyó la dura vida que viviría, pero que al mismo tiempo le infundió ánimos y le dio las “claves” para no dejarse vencer.

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