Fallece Ching Han Lee, el maestro de las agujas y las artes marciales en El Salvador

El sonriente doctor chino de la acupuntura y hábil maestro de Tai Chi, que hizo de El Salvador su última morada, murió el 30 de junio, a los 92 años.

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El maestro Lee recibía en su consultorio a cientos de personas, incluso ya retirado accedió a atender a muchos. Foto EDH / Archivo

Por Rosemarié Mixco

2020-07-01 8:07:50

Fue una muerte dulce, de esas que todos quisieran tener. Consciente y sereno, el maestro Ching Han se hundió en el sueño eterno la tarde del pasado 30 de junio, en la casa de Ciudad Merliot donde siempre vivió en El Salvador, dónde sanó a miles de personas que llegaban solicitando su auxilio.

Para su familia, sus discípulos y pacientes fue una muerte sorpresiva, pues a pesar de sus 92 años y los antecedentes de un cáncer de hígado que superó hace varios años no dio señales de un deterioro de salud reciente. “Quedó dormidito”, afirmó Susy Cañas, quien por años fue su alumna y su mano derecha.

El maestro Lee llegó a El Salvador hacia el fin del milenio, unas semanas antes de los terremotos de enero y febrero de 2001. El destino lo empujó a aplicar para el cargo de entrenador de técnicas de defensa personal para la Academia de Seguridad Pública de El Salvador, tras conocer de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992.

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A pesar de sus más de 70 años de edad, su solicitud fue aceptada de inmediato por las autoridades salvadoreñas. En ese entonces, Ching Han Lee era uno de los 10 maestros de artes marciales más respetados de Taiwán.

Hace 20 años, el ciudadano chino de la eterna sonrisa aterrizó en suelo cuscatleco lleno de libros, trajes de Kung Fu, agujas, hierbas y optimismo. Así lo detalla la escritora y expresidenta del extinto Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura), Claudia Allwood, en su libro “Un hombre de honor. La extraordinaria historia de Ching Han Lee. La travesía de China a El Salvador”.

El maestro Lee practicando Tai Chi. Foto EDH / AFP

El también balletista y escritor tardó muy poco en conquistar a cuanto salvadoreño le conocía. Cómo no dejarse de sorprender por aquel hombre dulce y atento, pronto a ayudar a quién necesitaba de su entendimiento de la acupuntura. Muchos lo recordarán como el delgado anciano de cabellera blanca que aliviaba los dolores del alma y el cuerpo, sin pronunciar palabra.

Aunque nunca llegó a dominar el español, el maestro originario de Cantón supo cómo entablar una comunicación certera con sus pacientes y discípulos. “Sin saber el idioma ayudó a la gente y sanó a muchos. Siempre tuvo una palabra de aliento para sus pacientes y estudiantes de Tai Chi”, recordó Cañas.

Si alguien le preguntaba: “Maestro, usted habla español”. Él respondía: “Ma, me, mi, mo, mu”. Y, “pa, pe, pi, po, pu”. También aprendió a decir “A dónde dolor”. Por supuesto, las señas le ayudaron grandemente para darse a entender.

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También habrá quienes lo recordarán impartiendo sus clases gratuitas de Tai Chi en el parque Maquilishuat de San Salvador.

Y la comunidad china en El Salvador lamentará la pérdida del sabio compatriota al que acudían por consejo y sabiduría, para echar andar sus empresas. Hay que decir que, mucho del éxito de los restaurantes asiáticos en el país se debe al maestro Lee, quien solía decir que “la comida es medicina y la medicina es comida”.

Pero tal vez son pocas las personas que le conocieron y tuvieron la oportunidad de recorrer su historia, un extraordinario periplo digno de la cinematografía que cinceló a un ser humano invaluable.

Su abuela le reveló los secretos de la acupuntura, cuando aún era un niño. Foto EDH / Archivo

Nació en la región montañosa de Quang Sien, al sur de China, el 18 de abril de 1928. El padre del segundo de cuatro hermanos se desempeñaba como sastre y su madre, ama de casa abnegada, se dedicó en cuerpo y alma al hogar y a la crianza de los hijos, hasta su temprana muerte.

Sí, Lee vio morir a su madre a los 9 años, durante un parto malogrado en el que también falleció el bebé. Esa dura experiencia marcó su niñez, una que vivió entre la escasez y el hambre producto de la guerra. En esos años, la educación recibida de su padre y su abuela fue crucial para su futuro.

En casa aprendió que los aciertos y los errores que se cometen en el hogar edifican a las personas que lo integran, y que nada es más importante que la familia.

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Con su abuela descubrió las bondades de la naturaleza y el valor de las cosas sencillas. También fue ella quien le reveló los secretos de la acupuntura y la disciplina del Kung Fu. En un inicio, el pequeño Lee hizo uso de astillas de porcelana para sus prácticas acupunturistas, detalles que Allwood supo imprimir en la obra biográfica publicada en 2012.

Hay que destacar que los horrores de los conflictos bélicos lo acompañaron toda su adolescencia y parte de su joven adultez. El maestro confesó a la escritora salvadoreña que la guerra lo volvió reflexivo y silencioso. Pero fueron las bondades de la práctica de milenarias artes marciales la que le ayudó a sanar el cuerpo, el alma y la mente.

Luego la danza y las artes terminarían de curar sus heridas físicas y emocionales, y le darían la oportunidad de conocer el amor. El maestro conoció a su esposa mientras impartía clases en la academia de ballet en Taipéi.

El maestro Lee con su familia. Foto EDH / Archivo

Su danza del dragón llegó a ser muy esperada en las celebraciones del Año Nuevo Chino en El Salvador. Vale la pena destacar que este ser mitológico resulta muy especial para la cultura china, pues es símbolo de fortuna y nobleza, de personas afortunadas y poderosas.

Al andar sobre los pasos de la vida de Ching Han Lee, se puede afirmar que él fue un hombre afortunado y poderoso, que evadió la muerte en varias ocasiones y salvó a miles a lo largo de casi un siglo.

Ahora le sobreviven su esposa, sus hijas y nietas, quienes lo vieron por última vez hace dos años, en El Salvador. Lamentablemente, su familia no podrá estar presente en el entierro de sus restos, programado para este día en un cementerio capitalino.

Pero su legado permanecerá vivo en los recuerdos de todos aquellos a los que sanó la mente y el alma.