Susana, la enfermera del ISSS que da batalla al coronavirus

Tiene 27 años de experiencia y relata lo que significa para ella trabajar en “Máxima gripal”, el área destinada a pacientes positivos y sospechosos de contagio.

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Por Milton Rodríguez

2020-05-14 8:15:52

Ha estado en la primera línea de la batalla contra el COVID-19. Al igual que el resto del personal sanitario ha trabajado incansablemente, arriesgando la salud y la vida. En el marco del Día de la Enfermera, Susana Patricia Hernández de Doradea cuenta a El Diario de Hoy su experiencia laboral en estos tiempos de coronavirus.

Susana trabaja en el Hospital General del Seguro Social como enfermera especializada en la sala de operaciones. Desde que el país registró el primer caso de contagio, dicho hospital ha preparado una área llamada “máxima gripal”, donde se atiende a pacientes con coronavirus y donde el personal usa equipo de protección especial para evitar infectarse.

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En este personal existe temor al contagio y llevar el virus a sus hogares por el riesgo en el que están temor de llevar el virus a sus familias. “Pero a pesar de todo eso, tratamos de dar lo mejor de nosotros al paciente, la mejor atención que necesita, Dios nos cuida y nosotros seguiremos haciendo lo mejor que se pueda”, dice.

Susana atiende todos los días a sospechosos de COVID-19, a los que han estado en contacto con algún caso positivo y por eso tanto ella como sus colegas deben guardar las medidas de seguridad con todos los pacientes, como si estuvieran contagiados.

La enfermera relata que reciben capacitación quirúrgica a diario y que hoy utilizan más implementos para estar más cubiertos, más protegidos.

Susana, por ejemplo, dice que utiliza dos mascarillas, una kn95 y otra quirúrgica, tres gorros, una careta, tres pares de guantes, dos gabachones, uno de tela que le cubre hasta abajo, y otro plastificado hasta la rodilla. También usa un traje blanco.

“Tenemos el traje blanco también, pero en mi caso lo sustituyo por un segundo gabachón, debido al calor y estrés que se genera en la sala de operaciones, pues se vuelve sofocante y siento que no respiro mucho”, dice.

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Dice que trata de estar cómoda para dar un mejor trato al enfermo y porque permanece entre 6 a 8 horas en las cirugías y en algunos casos pueden ser hasta 10 horas.

Para evitar contagios siempre mantienen el distanciamiento entre los compañeros, ya que ahora tratan de utilizar al personal estrictamente necesario en la sala de operaciones, estos se reducen a: un anestesiólogo, un anestesista, un cirujano, un asistente de cirujano, una enfermera instrumentista y una enfermera circular.

Al paciente se le coloca mascarilla si no trae, alcohol gel, se toma la temperatura antes de entrar al quirófano. El personal médico desinfecta el expediente de cada paciente, siempre usa su respectivo tapaboca, gel, se lava las manos. Incluso en el comedor solo permiten tres personas y por eso hacen turnos de comida.

“Ahora más que nunca le podemos decir: ‘aquí estoy Señor, para ayudar al que más me necesita y cumplir con mi vocación y mi compromiso como enfermera”, afirma.

Al preguntarle a Susana sobre la diferencia de trabajar antes y después de la pandemia responde: “Es muchísima, es un estrés, es una carga que tenemos y con la cual debemos luchar pues a diferencia de otras situaciones que nos llega un enfermo, nosotros sabemos cómo tratarlo, qué darle, cómo atenderlo y con lo que se va a curar; pero no ahora con este virus pues sabemos que independientemente de lo que le pongamos o le demos todo está en manos de Dios porque hasta el momento no hay cura, confiados en él estamos trabajando cada día y haciendo lo mejor para ayudar a que nuestro prójimo se pueda salvar”.

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Asegura que en tiempos normales cada uno de los trabajadores sanitarios, a veces rezaban antes de entrar a su turno, pero ahora todos juntos oran y ofrecen sus plegarias y temores de cada día.

Del hospital a casa

Susana solo tiene turnos diurnos. Al llegar regresar a su residencia también guarda medidas de prevención: guarda distancia con sus vecinos, mantiene los vidrios cerrados de su auto y se queda más tiempo que los demás para que le caiga más desinfectante a su auto.

Además pide a su esposo, sus hijas, familiares y vecinos que entren a sus hogares para protegerlos porque ella proviene de un hospital y está expuesta a la contaminación. Dice que camina rápido hacia su casa y cumple el estricto protocolo: deja sus zapatos afuera, coloca sus uniformes en un depósito, se rocía alcohol gel y luego se ducha.

Un día, sus vecinos la recibieron con aplausos y eso le sorprendió y alegró; dice que siempre recibe audios y mensajes de ánimos, fortaleza y esperanza. La única experiencia nada agradable que ha vivido ocurrió hace algunos días cuando una señora le dijo que la gente debe apartarse del personal de salud como ella.

Una larga trayectoria

Susana cuenta con 27 años de experiencia en enfermería; comenzó a trabajar a los 20 años y su primer trabajo fue en el Centro Pediátrico, luego trabajó por 10 años en el Hospital de la Mujer.

“Cuando llegué a ese Hospital me dijeron que me necesitaban para la sala de operaciones, era algo diferente al trabajo en clínicas, pero asumí el reto y aprendí mucho gracias a la guía y orientación de la doctora Urania de Zelaya”, explica.

Su actual trabajo lo obtuvo gracias a un aviso que vio en un ascensor donde decía que necesitaban personal graduado en enfermería, llevó sus papeles, le llamaron para examinarla y luego le avisaron que había sido seleccionada. Desde febrero de 2004 trabaja en el Hospital General.

Susana estudió con beca desde los 9 años en la Escuela Protectora de Menores, ubicada en la Troncal del Norte. Cuando le preguntaban qué quería ser de grande, ella siempre decía que enfermera. Recuerda que mientras jugaba ponía a los demás niños en fila y simulaba que los inyectaba.

“Cuando crecí, mi mamá vio la cosa en serio y no estaba de acuerdo pues me decía que en esa profesión mucho se desvelaban y que no tenían tiempo para su familia”, recuerda.
Proviene de una familia de escasos recursos, vivía solo con su madre y tres hermanos más.

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Desde que comenzó a inyectar, todos los días la buscaban personas para que las inyectaba, en ese momento les cobraba ya que necesitaba pagar 80 colones de colegiatura. Ese dinero lo completaba con la venta de peluches que ella misma hacía.

“Siempre le pedí a Dios porque éramos de escasos recursos y cada viernes visitaba la Iglesia San Francisco para pedir la intercesión de Don Bosco para que me ayudara a terminar el Bachillerato Técnico en Salud”, dice Susana. Y así fue, logró su sueño.