“No logré llegar a Estados Unidos, pero lo intentaría de nuevo”

Testimonios recopilados por Gabriela Escalante y Luis Romero, de Médicos Sin Fronteras

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Por Gabriela Escalante/ Luis Romero

2020-12-19 4:30:20

Mi nombre es Eduardo. Vivo en una comunidad de un municipio de San Salvador, en El Salvador. Yo me fui del país en octubre del 2020 para ayudar a mi familia. Una mañana, me despedí de mi mamá. No me dejó despedirme de mis hermanos porque me dijo que se pondrían a llorar. Caminé por la calle hasta tomar un bus y pensé, ‘ya nunca voy a volver a este lugar’, y sentí tristeza y ansiedad. El bus me llevó a la frontera.

Llegué a la frontera con Guatemala acompañado por un familiar. Cada uno habíamos pagado 800 dólares por un guía. Nos tuvimos que bajar y debíamos cruzar el río. Nos dijeron que nos teníamos que desnudar, una chica se quedó en ropa interior. Tuvimos que cruzar rápido, escondidos de la policía. Nos dijeron que a veces les disparan desde arriba, así que teníamos que correr. Nos subimos en un vehículo que nos esperaba y nos perdió en un pueblo hasta llegar a una casa. La dueña de la casa y el señor del vehículo nos dijeron que les teníamos que pagar más. Un pan esa noche fue mi primer bocado.

Cruzamos Guatemala en carro, esquivando retenes de la policía. Cruzamos a México por la noche, escondidos y ya dentro de México nos paró la policía. Una patrulla nos encontró y el señor que nos acompañaba les dijo que éramos familia. Mientras hablaba, escapamos corriendo.

En México, nos tocó caminar. Decían que en la primera parte debíamos caminar al menos 200 kilómetros. Y así hicimos. Caminábamos bajo el sol y en la carretera se veía a las serpientes cruzando. Daba miedo porque eran grandes. Esas mismas serpientes pasaban alrededor nuestro cuando descansábamos o nos escondíamos ahí de la policía.

No llevábamos nada con nosotros, solo una botella de agua, un poco de dinero y la mascarilla.

Perdí la mascarilla, me sentí triste y con temor pues me podía enfermar de COVID-19 y nadie allá lleva mascarilla. El agua se nos terminaba, solo me quedaba un poco en la botella. En eso, vimos un poco de agua que salía para regar los cultivos. Corrimos a llenar la botella, pero una vez llena, la botella se volvió café, el agua estaba sucia y habíamos desperdiciado nuestra agua limpia, nos tocó botarla. No teníamos más. Y aún teníamos que caminar, nos tocaba tomar agua de nuestro propio sudor, del que se quedaba en la camisa. Pero finalmente, aprendimos que debíamos tomar del agua sucia y de los charcos en los cultivos.

Seguíamos caminando, bajo el sol. Un día pudimos llamar a nuestros familiares en Estados Unidos. Todos nos dijeron que nos regresáramos, que en la frontera estadounidense estaba más difícil, que ni siquiera estaban aceptando a menores de edad ni embarazadas y que ignoraban las solicitudes de asilo. Me dijeron que me iban a mandar el dinero para pasar con coyote pero que volviera a El Salvador, así que decidí entregarme a las autoridades, pero para hacerlo, tuve que volver todo lo que había caminado y separarme de mi familiar, que siguió el camino. Volví en vehículo, y miraba que todo lo que había avanzado había sido en vano.

En una ciudad, fui al consulado de un país centroamericano, y no me quisieron ayudar porque no era el salvadoreño. Estaba solo, me sentí sin esperanzas y con miedo. Yo solo ahí, y sin ayuda.

Me puse a llorar en la puerta y alguien me llevó a la policía de migración. Ahí vi una señora a la que su marido le había cortado los dedos. Eso me impactó.

Me llevaron a un centro de migrantes. Éramos miles ahí, separados. Yo estaba con los menores de edad, ahí cumplí mis 17 años. Pude hablar con mi familia, mi madre lloraba y me dijo que mi familiar se había entregado. Sin darnos cuenta habíamos estado en el mismo centro.

Nos dijeron que pronto a los menores también nos enviarían de vuelta a nuestros países.

Algunos llevaban semanas, otros incluso meses. Un niño centroamericano vivía en México desde hacía mucho tiempo, pero las autoridades lo encontraron en la calle vendiendo y lo iban a deportar. Los papás estaban en México y estaban viendo cómo sacarlo. Yo estuve ahí unos diez días. Finalmente, nos subieron en un vehículo, pensábamos que ya íbamos al aeropuerto, pero no fue así: nos llevaron a otro albergue.

Todo se complicó por los huracanes Iota y Eta, cancelaron los vuelos. Solo sabíamos que dos grandes huracanes estaban a punto de golpear Centroamérica. Muchos lloraban, sobre todo los hondureños y nicaragüenses, porque sus familias no les contestaban. Pensaban que algo les había pasado. Yo no lloraba. Sentía que pronto iba a volver a ver a mi familia. Pero en el segundo albergue todo se salió de control. Todos estábamos mezclados, adultos y niños. Había quienes decían que pertenecían a pandillas. Eso me dio miedo, pero no lo demostré. Yo solo observaba.

Un día escuché que uno amenazó a muerte a otro, porque era sucio. Pero dijo que no lo mataría porque quería volver a su país.

Luego de casi dos semanas, nos enviaron de vuelta. Me vine en avión y pude ver desde arriba todo lo que había cruzado. Al volver, nos hicieron la prueba para la COVID-19. Me dolió mucho. Muchos lloraban después que se las hacían. Yo no lloré.

Al volver en bus a San Salvador, desde la ventana vi a muchas personas afuera del lugar esperando a sus hijos. Entre ellas vi a mi madre esperándome, pero nos dijeron que no nos podíamos abrazar.

Yo me fui de El Salvador y quería irme a Estados Unidos porque buscaba mejores oportunidades y quiero ayudar a mi familia. No pude llegar a Estados Unidos, pero si tengo la oportunidad, volvería a intentarlo”.