Cerca del mediodía de un sábado, a finales de octubre, Anastasia lloraba desconsolada mientras sus hijos sacaban de su modesta vivienda, a toda prisa, las pertenencias que la mujer, de 60 años, había recolectado en toda una vida. Unas horas antes, tres hombres armados entraron a esa casa para darle a ella y sus hijos dos opciones: irse o morir.
Desde ese día, la mujer y sus hijos, Armando y Esmeralda, viven escondidos y salen poco. Se mueven con cautela. Cualquiera les parece sospechoso. Acceden a compartir su relato en un punto neutro y apartado: a la mitad de un pasaje poco transitado, junto a la entrada oriente de una iglesia del Centro de San Salvador, lugar que consideran seguro.
Adentro, la misa está por comenzar. Armando permanece recostado sobre el muro de láminas troqueladas del templo, su madre está a unos pasos, sentada sobre un bordo de concreto. “Ella casi no quiere hablar desde ese día”, dice la esposa de Armando, que vigila desde la distancia.
Anastasia vivía con Esmeralda y algunos de sus nietos en una casa de lámina y madera en un cantón al sur de San Salvador. “El terreno era baldío, con pobreza construimos esa casita, pagábamos $140 mensuales”, relata Armando y su madre asiente con la cabeza.
Los tres hombres que amenazaron a Anastasia y a su familia son pandilleros de la MS que llegaron, cerca de las nueve de la mañana y entraron por la fuerza al hogar. Frente a las dos mujeres asustadas y bajo la mirada de, al menos cuatro niños, empuñaron sus armas de fuego -uno de ellos llevaba una escopeta- y dijeron que querían hablar con los hombres que veían entrar a esa casa. Se referían a Armando y otro de sus hermanos que, por su trabajo, no residían en el lugar pero lo visitaban con frecuencia. “Si nos encuentran, no nos iban a amenazar, nos iban a plomear ahí”, dice Armando con risa nerviosa.