Hace alrededor de tres décadas, la mayor parte de Centroamérica vivía en conflicto, con enfrentamientos armados en tres de sus países, múltiples violaciones a derechos humanos y un estancamiento económico.
Alrededor de esa época, sin embargo, se configuró un proceso de democratización que buscaba construir instituciones y abandonar los modelos de gobierno con tendencia autoritaria de los años anteriores. Fue así que se refundaron sistemas electorales, se abrió la participación política a nuevos actores, hubo reformas para establecer instituciones que controlaran el ejercicio del poder y vigilaran estas elecciones y hubo esfuerzos por garantizar el respeto de derechos fundamentales.
En la actualidad, la región ha abandonado los conflictos a larga escala, ha establecido sistemas políticos en teoría competitivos y su ciudadanía vive en relativa libertad.
Como lo indica un reciente diagnóstico del Departamento de Estado de Estados Unidos, “Centroamérica está en un punto crítico. En comparación a los ochentas, la región está relativamente libre de conflictos armados, es políticamente estable y es un fuerte socio económico”.
Esta apreciación del gobierno estadounidense es consonante con un inicial vistazo a la región y funciona para entender el istmo en papel. Desde el terreno, la realidad es mucho más compleja.
Más allá del optimismo que trajo la democratización y el fin de los conflictos armados internos, la región sigue evocando pobreza, corrupción, pobre ejecución de políticas públicas, inseguridad y presencia de crimen organizado. Además, en los últimos años los países del Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) destacan por las olas de inmigrantes irregulares que intentan llegar a territorio estadounidense, despertando nuevas exigencias de ese país, socio principal del istmo y que pide parar a quienes buscan alcanzar su territorio.
Por tanto, es complicado afirmar categóricamente que hay progreso o retroceso en la región. La apuesta más segura es decir que la inestabilidad cambió de forma y se reconfiguró el tablero de actores, pero que Centroamérica es una región difícil de diagnosticar y que es imposible homologar a países cercanos pero disímiles.
El Salvador, cuesta arriba
El 28 de octubre de 2018, salió hacia Estados Unidos la primera caravana de migrantes salvadoreños que, teniendo en mente los riesgos del camino y los altos costos de contratar coyotes para el viaje, optaron por la fuerza que da viajar en masa y emprendieron el tortuoso viaje.
Al igual que las caravanas de hondureños y guatemaltecos que previamente habían empezado el viaje, la mayoría de estos salvadoreños escapaba de la violencia, el control territorial de las pandillas y la falta de oportunidades y empleo del país.
Estos factores han sido identificados por instituciones locales e internacionales como los principales motivadores de la migración que, en su mayoría, busca llegar a EE. UU.
Para muchos otros, los que no emprenden el largo viaje al país norteamericano, moverse tampoco es opción. En abril pasado, el entonces ministro de Seguridad, Mauricio Ramírez Landaverde, reconoció que el país tiene una preocupante incidencia de desplazamientos forzados. De hecho, numerosos reportes periodísticos dan cuenta de este doloroso fenómeno de familias que deben dejarlo casi todo para poder sobrevivir.
Asimismo, las extorsiones golpean a empresas de todo tipo, pero lo hacen más duramente a pequeños negocios a lo largo del país. De hecho, según la PNC, el primer trimestre de 2019 mostró un incremento de 7.2% denuncias de extorsiones con respecto al mismo periodo en 2018. Además, la economía muestra un crecimiento lento, alrededor del 2%, insuficiente para crear oportunidades para los salvadoreños.
Pese al sombrío panorama de inseguridad y economía, políticamente El Salvador parece más estable que sus vecinos más próximos: Guatemala, Honduras y Nicaragua. Si bien hay sombras de corrupción en la gestión pública durante las últimas décadas y señales de pobres actitudes democráticas en los más recientes gobiernos, los resultados electorales no han tenido mayores dudas y la legitimidad que otorgan las urnas no ha sido seriamente cuestionada.
Asimismo, El Salvador ha sido inmune al germen de la reelección y si bien los partidos políticos están enfrentando duros cuestionamientos por su incapacidad para resolver necesidades básicas, sus credenciales democráticas y su opacidad, no ha habido un quiebre total del sistema o la credibilidad en el mismo.
De momento, el país enfrenta un cambio de paradigma, con un presidente que no proviene de los partidos que accedieron a la presidencia en los últimos 30 años y quien hace uso de las redes sociales, por primera vez en la historia del país, como su principal herramienta de comunicación.
Este mandatario ha hablado de romper las actitudes del pasado, pero en sus primeros meses no ha mostrado con contundencia que se desmarca de conductas que criticó. Asimismo, ha mostrado un desdén por procedimientos institucionales, que ha sustituido por “órdenes” en redes sociales y procesos aparentemente acelerados, como los múltiples despidos, algunos sin fundamento legal, que hizo al tomar posesión.
El futuro democrático del país está por verse y las expectativas sobre la administración de Nayib Bukele son altas. En sus manos y la de su gabinete estará el dar un golpe de timón o un incremento exponencial de la frustración de un país que apostó por una nueva opción y no vio resultados. No obstante, esta incertidumbre no se ha traducido en violencia política o en la atomización total de un sistema, como en los vecinos del país.
Autoritarismo, represión y caos
A finales de 2017, tras cuestionables artimañas legales, el presidente hondureño Juan Orlando Hernández logró su reelección, algo que solo años atrás era prohibido por la misma Constitución del país.
Este turbulento proceso electoral fue cuestionado duramente por las diferentes misiones de observación electoral presentes en el país y ante la ola de protestas tras los comicios, el gobierno respondió con dura represión. Hace solo unas semanas, la unidad de inteligencia de mercados de The Economist advirtió que las protestas contra Hernández, además de acusaciones de presunta corrupción, nexos con el narcotráfico y lavado de dinero, podrían llevar a que Juan Orlando no culmine su periodo.
El presidente está constantemente bajo acusaciones de gobernar con tintes autoritarios pero mantiene de su lado el apoyo incondicional de su partido, el Nacional (PN), de las fuerzas armadas y de una parte del sector privado. Pese a estos apoyos, hace un tiempo se habla de Honduras como un paria de la comunidad de las democracias liberales.
Inmediatamente al sur de este país, Nicaragua no ofrece noticias más alentadoras. Tras una serie de protestas por un pliego de reformas provisionales del gobierno de Daniel Ortega, miles de personas se volcaron a las calles, lo cual produjo una reacción violenta del gobierno y de colectivos armados afines.
Después de cientos de activistas asesinados y decenas de periodistas silenciados, son pocas las voces sensatas que no vinculan a Ortega con un estilo dictatorial de gobernar, similar a la dinastía Somoza, la cual gobernó al país de 1937 a 1979.
Ortega, quien encabezó la revuelta en contra del último de los Somoza, muestra hoy un estilo autoritario, nula transparencia y hasta el abrazo a personajes acusados de corrupción como el expresidente de El Salvador, Mauricio Funes, el prófugo a quien otorgó nacionalidad de forma exprés.
Al lado de esta ola autoritaria en Honduras y Nicaragua, y de los múltiples problemas de El Salvador, un sistema político destaca por su caos, fragmentación y presencia de poderes paralelos tan poderosos como el mismo Estado: el guatemalteco.