“Tengo temor de volver a contaminarme, salgo solo cuando tengo una gran necesidad”: Javier Hernández, presidente de la gremial de colegios

El educador estuvo ingresado en el Hospital El Salvador en donde veía llenarse las camas de manera incesante

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Javier Hernández Amaya, presidente de la Asociación de Colegios Privados, se recupera del Covid.

Por Susana Joma

2020-12-15 9:00:47

Aún en proceso de recuperación, tras sufrir una forma severa del COVID-19, Javier Hernández Amaya, presidente de la Asociación de Colegios Privados, afirma sin rodeos “tengo temor de volver a contaminarme, salgo solo cuando tengo una gran necesidad”.

Lo que Hernández Amaya siente hacia el nuevo coronavirus debería, según sus palabras, ser el motor para que toda la gente se cuide de sufrir esta enfermedad que resulta cruel y traumática.

“Para mí lo que más me impactó es pasar por el proceso de necesitar oxígeno, de tener esa necesidad de respirar pero no poder hacerlo por mí mismo; también eso de estar rodeado de personas que están con mascarilla de oxígeno”, comenta.

“El licenciado”, como llaman con respeto sus colegas a este hombre de 44 años, aún está desconcertado, sin explicación de cómo se pudo haber contagiado.

“Siempre andaba con mi bote de alcohol, siempre con mascarillas, con lentes y no tocaba superficies con las manos, sino con los codos, tomé todas las precauciones; sin embargo fue una cosa rara, a mí me dio este virus y no supe nunca de donde pudo venir el contagio”, apunta.

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Del proceso de su enfermedad recuerda que empezó a sentir molestias leves el 12 de noviembre eso lo llevó a aislarse para no contagiar a nadie. Sin embargo, esos malestares para el 16 se habían tornado más fuertes.

Lo que en un principio su médico identificó como una faringoamigdalitis, porque había alguna infección en la garganta, pronto fue escalando hasta que en una tercera consulta los análisis mostraron que podría haber presencia del virus.

Describe que tuvo dolor de cuerpo. Las puntas de los dedos de los pies, así como de las manos, se le tornaron helados con un tono de rojizo a violáceo y aunque se los cubrió sentía que no se calentaban; luego llegaron las calenturas y escalofríos más evidentes por las noches, pero nunca tuvo tos, ni estornudos.

“Lo más duro (vino después), porque uno puede aguantar la calentura y el dolor de cuerpo, (pero) lo que no puede aguantar nadie es que le falte el aire, porque si le falta el aire siente que ya le falta la vida”, expone.

Hernández Amaya lamenta que, a pesar de estar a punto de desfallecer, debido a la falta de aire en los pulmones, hubo un momento que se resistía a dar a su familia el aval para que lo llevaran al hospital, teniendo en mente tantas especulaciones de la gente sobre la suerte que se corre hoy en día al ingresar a los centros asistenciales.

 

“Decir que en el hospital lo van a matar a uno es totalmente falso. Yo invito a todos los que pasan por este proceso que lo primero que hay que hacer es ir a tratarse al hospital porque ya califica uno con los síntomas y le dan atención. Yo no quería ir por eso, pero al final cuando usted siente que ya la respiración no le da, pues toca hacerlo y ahí es cuando tomé la decisión. Les dije llévenme por favor”, afirma.

La mañana del 18 de noviembre, luego de seis días de sufrir problemas para respirar, ingresó a un hospital privado, de la capital. Eso gracias al auxilio de su hermana, de su prima quien también es maestra, así como de las buenas gestiones de su amigo Francisco Zelada, de la gremial Simeduco.

Una vez en el hospital sus esperanzas de no estar afectado por el coronavirus se quebraron cuando llegaron los resultados de exámenes.

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“Me hicieron la placa del pulmón, cuando tuvieron la respuesta inmediatamente me pasaron aislado y ahí todos me tenían miedo. Ya ahí me decían si no se pone la mascarilla no entro. Obviamente ponerme la mascarilla en ese momento para mí significaba decirme ahóguese más porque yo iba ahogándome, pero inmediatamente me pusieron oxígeno en el hospital. Luego se imagina el protocolo para llevarlo (a uno) de ese hospital al otro”, recuerda.

Al educador, quien también labora en un centro escolar público, ese traslado entre hospitales le generó mayor angustia, debido a los estrictos protocolos de bioseguridad.

“Es exactamente como cuando llevan un muerto de COVID, solo que no es en un carro de funeraria sino que es una ambulancia. Ahí va el enfermero, el paramédico, el motorista; esta gente va totalmente cubierta como astronauta y llega uno a sentirse cercano a despedirse de este mundo porque el mensaje que uno mira es vas grave”.

En el Hospital El Salvador, a donde la ambulancia llegó entrada la noche, estuvo ingresado siete días: “Es lo que dura el tratamiento que a uno le ponen endovenoso, que realmente pues duele mucho porque el medicamento es bastante calientito, se siente fuerte”.

Su lucha contra el coronavirus, postrado en aquella cama 12, del pabellón de hombres, ese hospital a donde nadie más que el personal puede entrar, también tocó las fibras de su espiritualidad y sus convicciones sobre el compromiso hacia los demás.

A Hernández Amaya lo que ha vivido con el COVID-19 le confirma todo cuanto los médicos dicen y que mucha gente no termina de entender: que el virus existe, que no respeta edad, clases sociales, colores políticos, ni religiones.

“Si le digo a la par tenía a un pastor evangélico y al otro lado a un sacerdote que estaban enfermos de eso. Obviamente lo que teníamos en común era que orábamos, era que nosotros sentíamos la fe en que Dios estaba haciendo la obra por nosotros y por todos”, asiente.

En su permanencia dentro del Hospital El Salvador recuerda haber visto ingresar a muchos adultos mayores en condiciones muy graves, uno de ellos incluso con la lengua de fuera y a quien luego de haber sido estabilizado lo pasaron a la Unidad de Cuidados Intensivos.

“El que va llegando es porque ya va complicado con algo. En mi caso, por ejemplo, mi respiración era lo más complicado que llevaba, porque no tengo cuestión de azúcar, mi presión arterial no anda mal, no tengo otro tipo de problemas. Eso me ayudó bastante. El que va complicado con ese tipo de enfermedades la ve más difícil”, comenta.

Añade que en los pabellones del hospital, en donde el agradece haber sido tratado con calidez, “era raro encontrar una cama vacía”; siempre estaban llenas pues la que iba quedando libre volvía a ser ocupada casi de inmediato.

“Llegó un momento en que sentí que a mi alrededor había seis camas vacías. Se habían ido seis (pacientes) y se despedían, adiós, adiós, adiós; y dije bueno este bolado ya está bajando, no va a haber problema, gracias a Dios, pero en cuestión de una hora ya estaban llenas de nuevo”, enfatiza.

Hernández Amaya señala que su testimonio es de sanación: “Es un milagro realmente porque vi a mi alrededor como se complicaban pacientes”.

Y es que en medio de su drama sostiene que pudo reflexionar mucho, también reconocer entre quienes lo conocen a muchos amigos que se preocuparon, que hicieron oración en sus hogares, en las iglesias, en los colegios y vieron la manera de coordinarse para hacerle llegar hasta su cama, con gente que trabaja en el hospital, esos mensajes que susurrados al oído le dieron fortaleza.

“Mi agradecimiento a las iglesias evangélicas, a la renovación Carismática de Guazapa, a quienes de forma particular permanecieron en oración, amigos, medios de comunicación, universidades que ofrecieron apoyarme si había necesidad de pedir plasma”, enumera.

Tras sufrir el COVID-19 el profesional de la educación tiene problemas para dormir; su capacidad pulmonar aún está muy limitada; sus fuerzas físicas no terminan de volver; lidia con dificultades para concentrase; también para recordar algunas cosas; su expresión verbal aún no tiene el mismo ritmo y apenas ha logrado recuperar 5 de las 18 libras que perdió.

Con esos estragos sobre su cuerpo, llama a la población a ser aún más responsable, que no tomen esto como broma, que no sean incrédulos. Esto ante el hecho de que hoy en día muchas personas adultas y niños salen a la calle sin que haya una necesidad urgente, sin usar mascarilla, asisten a eventos concurridos bajo la excusa de distraerse en donde lo que menos se guarda es la distancia social.

“No hay edad para morirse de COVID; se mueren niños, se mueren grandes y se mueren viejitos. No podemos decir está viejita que se muera; o ya está viejito ni le da, ni se muere; o como ese mal chiste que como es borracho no le pega, tampoco. Hay incluso reincidencia”, reflexiona.