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Pastor Mario Vega

No usarás el nombre de Dios en vano

Mientras camino entre los muros de mi palacio, no puedo evitar escuchar, en los ecos lejanos del viento, el susurro de Jerusalén, recordándome que incluso los grandes reyes son mortales.

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Por Mario Vega
Publicado el 07 de diciembre de 2024


Ya de antiguo Marduk había determinado lo que habría de suceder. Los oráculos indicaban sin rastros de duda que el día preciso había llegado. Jerusalén, esa pequeña fortaleza encaramada sobre una colina, esa ciudad de torres altivas y muros testarudos, estaba destinada a inclinarse ante el peso de mi sombra. Yo Senaquerib, el Rey del universo, el Rey de Asiria, el Favorito de los grandes dioses, el Pastor piadoso, el Conquistador de territorios y el Constructor de Nínive, emprendí la larga marcha desde mis jardines que susurran secretos de inmortalidad hasta ese rincón polvoriento del mundo. 

Partimos cuando el cielo aún titubeaba entre la noche y el día, y la tierra misma parecía estremecerse con cada paso de mis ejércitos. Marchamos por la ruta donde asegurábamos la provisión de agua y los poblados estratégicos. Los carros relucientes, las lanzas afiladas, los estandartes que ondeaban como lenguas de fuego. Avanzábamos como un río iracundo, devorando pueblos, arrancando nombres del mapa, dejando un silencio temeroso en nuestro rastro. En Laquis, la tierra se tiñó de rojo y las piedras hablaron nuestro idioma, un idioma de fuerza y sometimiento. Allí, construí mi trono temporal, para mostrarle al mundo que el sol se detenía cuando yo lo ordenaba.

¿Cómo se atrevía Jerusalén, esa pequeña joya endurecida por oraciones y mitos, a resistir al imperio de mi deseo? Para aplacar mi ira, su rey, Ezequías, me pagó un gran tributo en plata y oro. Pero ¿acaso piensa que sus muros son más altos que mis ambiciones, o que sus oraciones son más poderosas que mis dioses? Yo quería todo el oro, todo. Sin rechistar y sin dilaciones. 

El aire alrededor de Jerusalén tenía un peso diferente, como si cada roca, cada rama, estuviera cargada con la terquedad de sus habitantes. Se decía que en la ciudad moraba un profeta de nombre Isaías. Nada que temer pues soy más que todos sus profetas. Envié a mis más altos oficiales a advertirles lo que les ocurriría si no se rendían. ¿Qué sabían ellos del hambre que puede desgarrar la voluntad de los hombres? ¿Qué entendían ellos de los gritos de los conquistados que resuenan más allá de la eternidad? Para doblegar su antigua fe, templada por sus libros sagrados, me atreví a decirles que su Dios no podría librarlos de mi mano. Es más, les aseguré que era el Señor mismo quien me había enviado en contra de ellos. La mención de su Dios podía ser el golpe moral que necesitaba para su rendición y el camino cierto para hacerme con todo el oro. Pero, ¿habrá sido ese atrevimiento el que me impidió una victoria segura? 

En las noches, cuando el campamento se llenaba de cantos de victoria anticipada, escuchaba los susurros de algo más: un presagio que no entendía, un murmullo que se arrastraba entre los tambores de guerra. Los días pasaron, y la ciudad seguía ahí, erguida como un desafío imposible. Entonces llegó el viento, ese viento extraño que nadie esperaba. Sopló desde las colinas con una fuerza que no era de este mundo. Al amanecer, el campamento estaba en silencio. Un silencio absoluto, como si la muerte misma hubiera caminado entre mis hombres mientras yo dormía. Miles yacían inmóviles, sus cuerpos fríos como si el aliento de los dioses hubiera abandonado la tierra.

Me vi obligado a regresar, no por miedo, sino porque incluso los reyes deben reconocer el momento en que el destino deja de ser su aliado. Jerusalén quedó ahí, intacta, su orgulloso rey aún orando en sus muros. Pero el mundo sabrá lo que ocurrió. Nínive recordará mis victorias, no mis retiros, y los anales de la historia contarán que Senaquerib siempre fue el azote del mundo. Así se contará porque así lo he dicho y así será.

Sin embargo, mientras camino entre los muros de mi palacio, no puedo evitar escuchar, en los ecos lejanos del viento, el susurro de Jerusalén, recordándome que incluso los grandes reyes son mortales.

P.S. Crónicas babilónicas, Nabónido y la Biblia, en 2 Reyes 18 y 19, relatan que, poco después, Senaquerib fue asesinado por uno o dos de sus hijos mientras adoraba en el templo de su dios Nisroc.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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