Detroit en bancarrota; el final de uno de los sueños…

Mientras más libre sea la economía de un país, podrá mejor adaptarse a cambiantes condiciones y a desafíos en potencia mortales. Es lo que nunca se debe olvidar

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Matías Pasarelli en plena disputa del balón en un encuentro frente a Dragón. Foto EDH/Archivo

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2013-12-12 6:00:00

Nada está seguro en este valle de lágrimas…

Detroit, la capital del automovilismo hasta hace menos de medio siglo, está oficialmente en bancarrota. La ciudad no puede cumplir con sus compromisos financieros, tiene dificultades para sostener los servicios públicos, sufre de zonas con casas y edificios en abandono, está desvencijada y es posible que deba rematar obras y bienes culturales y materiales de gran valor.

“Todo está potencialmente en venta”, asegura Frank Shafroth, uno de los artífices de la ley de bancarrota municipal vigente desde hace más de treinta años.

En gran parte, el problema se derivó de las generosas (e irreales) prestaciones y pensiones que la ciudad suscribió con sus empleados, que ahora, se nos dice, están forzados “como cualquier acreedor ante una organización en quiebra” a negociar lo que se les debe y a aceptar reducciones importantes en sus retiros.

Pero como ya se dijo respecto a demandas similares aquí en El Salvador, “cuando no hay dinero, no hay dinero” y todos tienen que sacrificarse.

Tienen que sacrificarse porque cuando se tramitaban las demandas salariales y de pensiones, los exigentes nunca imaginaron que la prosperidad de la que gozaban, resultado de la supremacía en la producción de automóviles, se podría evaporar. Y eso es lo que sucedió al enfrentar los tres grandes de Detroit (General Motors, Ford y Chrysler) la competencia de fabricantes japoneses, alemanes y coreanos que, además, vieron el porvenir ofreciendo vehículos más pequeños, confiables y económicos.

En una ocasión, cuando Detroit iba hacia arriba, le preguntaron al líder sindical automovilista cuál era su política. Y éste sin inmutarse respondió “más”. Queremos más y no hay límite a ese más. Y lo de “más” funcionó cuando no había mayor competencia y la tecnología mejoraba la productividad constantemente.

Pero de “más” en “más” el saco reventó y los sindicatos, cuya voracidad era proverbial, comenzaron a darse cuenta de que con sus demandas se estaban colocando fuera de los mercados.

Mientras más libre sea una economía, mejor podrá adaptarse

Hace un tiempo circuló un estremecedor vídeo que mostraba la ciudad de Hiroshima después del ataque atómico ordenado por Harry Truman (que también ordenó la destrucción de Alemania cuando esta estaba vencida): un campo de ruinas, sin una sola edificación en pie.

Sesenta años más tarde, Hiroshima es una metrópolis pujante, modernísima, pletórica de prósperas fábricas y productora de automóviles. Y esas imágenes se contrastaban en el vídeo con zonas ruinosas en Detroit y en Pontiac, esta última la ciudad donde más jóvenes son muertos por armas de fuego en todos los Estados Unidos.

Los sindicatos se cargaron a la industria pesada y parte de las manufacturas de Estados Unidos, como aquí, entre otras, los servicios de salud.

Pero como contrapartida, zonas casi agrícolas, hace unas décadas, como el ahora Valle del Silicón, son el espinazo de la economía estadounidense, compensando lo que se perdió en la siderurgia y las manufacturas de Pennsylvania.

Detroit no es la única ciudad estadounidense en bancarrota, como estaba San Salvador cuando Norman Quijano asumió la alcaldía. Todas son rescatables si ponen en orden sus finanzas, cortan despilfarros, reducen empleomanía y se defienden de la voracidad de los grupos sindicales.

Mientras más libre sea la economía de un país, podrá adaptarse mejor a las cambiantes condiciones y a desafíos en potencia mortales. Es lo que nunca se debe olvidar.