Para cosas grandes

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elsalvador.com

Por Carlos Mayora Re

2018-05-25 9:46:33

El pasado martes 15 de mayo me enteré de la muerte de Xavier, Teresa y María del Carmen en un accidente de carretera, en España. Xavier y Teresa eran esposos, alumni de la Universidad de Navarra, donde se conocieron; María del Carmen era la madre de Teresa. Los esposos tenían cuarenta y dos años y seis hijos; el mayor se había graduado de bachiller unos días antes, y el más pequeño iba a hacer la Primera Comunión el sábado siguiente al accidente.

Una tragedia que, como todas, apenas se puede comprender. La pregunta que en ocasiones como esta viene a la mente, ¿por qué muere un matrimonio joven, con seis hijos, con tanto que hacer en esta tierra y muchas personas dependiendo de ellos?… difícilmente encontrará una respuesta satisfactoria.

No conocí a Xavier ni a Teresa, pero sí conozco amigos suyos que, lógicamente, no solo quedaron sumamente dolidos por la noticia, sino perplejos. La conciencia de que será muy difícil encontrar —fuera de la fe— una respuesta comprensible a las preguntas sobre por qué Dios habría permitido esta tragedia, era la tónica dominante en el funeral.

Sin embargo, todos los presentes salieron más serenos y esperanzados al escuchar las palabras que Javier, el hijo mayor del matrimonio, quiso pronunciar al terminar la ceremonia.

Después de agradecer en nombre suyo y de sus cinco hermanos el cariño y apoyo recibido por parte de tantísimas personas en los últimos días, se dirigió a la concurrencia con una serenidad y un aplomo inusual para sus diecisiete años: “Me han dicho muchos amigos de mis padres que ellos estarían orgullosos de nosotros, pero yo quiero decirle a mis padres que estoy, que estamos, orgullosos de ellos. Sois increíbles”. El valor y la serenidad que rezumaban las palabras de Javier comenzaban a permear en el ambiente y a transformar en esperanza el dolor de los presentes.

Ante un silencio que se cortaba, continuó con su discurso sin guion frente a los ataúdes de sus papás y de su abuela. Mirando de frente a los presentes, se dirigió a sus hermanos: “Lo estáis haciendo muy bien. Es alucinante. Nuestros padres nos prepararon toda su vida. Nos han transmitido unos valores y un enfoque de la vida que nos hace ahora estar serenos y fuertes”.

Después, mientras seguía hablando para sus hermanos, pero también para quien quisiera escucharle, continuó: “Lo que nuestros padres nos enseñaron no se va a perder. Lo vamos a poner en práctica siempre”; y, por si hubiera alguno más incrédulo, que no se terminara de dar cuenta de lo que Javier quería expresar, añadió con sencillez que en ocasiones como estas veía quizá más claro que “a Dios no hay que entenderle, a Dios hay que quererle”.

Terminó con serenidad respondiendo a una pregunta que nadie le había hecho, con una respuesta labrada por una educación y una vida de familia cuyos principales artesanos habían sido los padres que ahora sepultaban sus seis hijos. Se dirigió a toda la concurrencia que abarrotaba la iglesia, y —hablado por él y por sus hermanos— le dijo que sí, que estaba seguro de que “estamos preparados para salir adelante”.

No hay duda de que una educación, y un talante tan maduro ante un golpe tan devastador de la vida, no se improvisan. Para entrever de dónde sale la fuerza de las palabras de Javier y el aplomo con que las dijo, puede ser útil el testimonio que de su padre, Xavier, escribe un amigo en común que le conoció bastante bien: “Tenía un carácter sereno. Todavía recuerdo cómo hace unos meses, ante una noticia aparentemente contradictoria, me escribía: Jesús Mari, no te olvides que aquí estamos para cosas grandes. Así que seguro que todo esto, a fin de cuentas, será para bien”.

Columnista de
El Diario de Hoy.
@carlosmayorare