Día Internacional de la Danza

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Participantes de la Maratón Olímpica 2017 que se realizó en el Puerto de la Libertad. Foto/ Lissette Monterrosa

Por Jorge Alejandro Castrillo

2018-05-04 9:45:55

¿De qué escribo? —pregunté en mi casa la semana pasada.

-Del Día Internacional de la Danza- me sugirió mi hija.

– Te quedará cabal, pues aparecería el sábado que es el propio día —argumentó con medida insistencia.

-Voy a pensarlo —le dije— sin mucho convencimiento.

-Tendrías la ventaja de hablar de algo que conocés bien, desde adentro —agregó con disimulado interés. Así no habrás estado yendo en balde a todas nuestras presentaciones.

-Nunca he ido en balde a esas presentaciones —le dije convencido. Esos son los premios que nos damos nosotros los padres. Tal vez tengás razón y sea ése un buen tema —agregué para cerrar el diálogo. Pero no le hice caso. De vez en cuando los padres somos reacios a aceptar los buenos consejos que nos dan nuestras hijas. De vez en cuando. Por eso es bueno que ya tengamos años suficientes para recapacitar y reconocer nuestros errores.

Ese domingo 29 de abril asistí al evento que montaron distintas escuelas de baile en un conocido centro comercial de San Salvador. Lindo evento, como siempre que bailan para uno. Al término, una de las maestras, emocionada por lo bien que había salido todo y lo mucho que había gustado, dirigió unas palabras al público asistente para incitarnos a bailar. “El baile es vida —dijo— ¡queremos que el mundo baile! Si más salvadoreños bailáramos, tendríamos menos problemas de violencia, viviríamos más felices y la gente no tendría que ir a los psicólogos con sus problemas de stress y ansiedades diarias”. Grandes aplausos. Al final de todo, la busqué para felicitarla por lo bien que lo habían hecho sus alumnas y por sus palabras, pero también para solicitarle atentamente que no quisiera dejar sin trabajo al gremio de psicólogos, que nosotros no le habíamos hecho nada a los bailarines. Grandes y espontáneas carcajadas, fingidas disculpas y todos felices.

Todos felices. Ese es siempre el resultado de esos espectáculos: felices las bailarinas y sus maestras, que sienten recompensado su largo esfuerzo; felices los espectadores que gozan de un show que toca sus más íntimas fibras emocionales; felices —los más felices de todos, lo aseguro sin margen de error— los familiares de quienes bailan. Las bailarinas gozan el espectáculo solo hasta el final: antes de su participación son un nudo de nervios las pobres temiendo que algo salga mal (siempre sale algo mal, pero solo ellas son capaces de darse cuenta; los espectadores ni enterados que la una equivocó el paso, que la otra entró tarde, que la de más allá no levantó bien los brazos, o que no mantuvo la posición o que aquel no llegó a tiempo a su lugar). Las profesoras, atentas como están a que la performance salga bien, no se permiten ser espectadoras y gozar la ejecución, sino solo hasta el final. Los familiares, en cambio, gozamos desde el principio. Y siempre hay historias enternecedoras. Esta vez me robaron el corazón los abuelitos de alguna de las bailarinas quienes, me pareció, ya no han de salir mucho de su casa. El hijo los había llevado para que vieran bailar a la nieta, hasta silla portátil andaba el buen hijo para que el ancestro se sentara cómodamente a ver el espectáculo.

-“¡Allá viene mire, papá! Es la de celeste del fondo” —advertía emocionado el hijo (y el abuelo se estiraba para lograr ver a la nieta de su corazón, sin distinguir mucho porque ¡las otras once bailarinas vestían el mismísimo uniforme celeste!). Debía ser su nieta consentida, porque después de tres enviones de los que solo yo me percaté, logró ponerse en pie y, sin decir ¡agua va! se fue caminando solito para una silla vacía que estaba cuatro filas más adelante. La abuela lo siguió cual rayo (¿o como raya?, estimadas puristas del lenguaje de género) y gozaron los dos —hasta las tiernas lágrimas— la ejecución de la nieta, una simpática niña de no más de 10 años que bailaba con total seguridad y dominio de las tablas (aunque la tarima, que les quedó pequeña a las ejecutantes, era de esos materiales plásticos modernos).

¡Qué lejos estamos aún de conceder a las artes el lugar que deberían tener en nuestra sociedad! Como iniciativa de la Alianza Francesa, supongo que junto a otras instituciones culturales y comerciales, la “Nuite Blanche” con dos años de exitosa ejecución, es un evento que sirve a los capitalinos para atreverse a caminar por las calles de su ciudad. Oficialmente, nuestra intensa poeta Silvia Elena Regalado, flamante ministra de Cultura, por mucho empeño que ponga, temo que poco podrá hacer por las artes en los meses que restan a esta administración y menos con el exiguo presupuesto que le fue asignado (a tenor de las declaraciones que dio cuando su nombramiento). Nuestros colegios, escuelas y el Ministerio de Educación están todavía a años luz de conferir a la enseñanza de las artes un espacio decente en los programas de estudio. Quien quiera hacerlo, seguramente encontrará la oposición férrea del movimiento actual que busca asociar la educación con la productividad, apoyado sin ambages por la empresa privada. Que aprendan a pegar botones y soplar botellas, pero ¿disciplinas artísticas? ¡qué locura! si del baile, del teatro, de la literatura, de la música no se vive. Primero desarrollémonos, convirtámonos en un país del Segundo Mundo y entonces, ¡solo entonces!, quizá sí podamos destinar algunos cuartos del presupuesto para cultivar las artes y elevar las almas y la sensibilidad de los salvadoreños.

Psicólogo y columnista
de El Diario de Hoy.