Riesgos cotidianos

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Uno de los policías que acompañaba en la patrulla al agente del GRP, Juan Josué Castillo, acusado de atacar a Carla Ayala. Foto/Menly Cortez

Por José Sifontes

2018-03-23 9:10:35

Otro asesinato por intolerancia en las calles de San Salvador. Se inicia con un altercado entre dos conductores por una invasión de carril, continúa con una persecución de considerable distancia y termina con un bloqueo en una intersección, un incontrolable y sostenido impulso agresivo de uno de los conductores que salta de su vehículo y se acerca al otro, y un disparo a quemarropa. La secuencia fue captada por cámaras de vigilancia, lo que impedirá que el hecho quede impune. Dos vidas acabadas en dos sentidos diferentes, una en el más allá y la otra en la cárcel. Y muchos afectados colateralmente.

¿Qué se puede decir de este trágico incidente, tan solo el último de una serie que ha venido produciéndose en nuestro país? Que los niveles de violencia han llegado a extremos inauditos, que estamos ante una sociedad enferma, que hay personas que no deberían andar armadas. Son múltiples las conjeturas que pueden hacerse. Vayamos por la más simple y que resulta la más útil en el sentido de nuestra propia seguridad: que conducir en nuestro país es cada vez más peligroso.

La conducción de vehículos es, aquí y en todas partes, una actividad estresante. La coordinación motora y la concentración continua que requiere producen por sí mismas cierto grado de estrés. Agreguemos factores locales como la frustración ocasionada por la saturación vehicular y los frecuentes retrasos. Añadamos la absoluta falta de cortesía de muchos conductores, que parecen haber sido criados por hienas y no por seres humanos, y la tormenta perfecta se va formando. Pongamos un ingrediente más, uno filogenético, que es el temperamento impulsivo, la mecha corta, que caracteriza nuestro pedigree, y la mezcla se completa. Solo hace falta un detonador, que puede ser tan simple como un pitazo.

La bocina de los automóviles es un punto a considerar. Los fabrican con el objetivo de llamar la atención de forma inmediata. Tiene lógica su tono estridente. El problema es que hace hervir la sangre si se está predispuesto. Y en El Salvador todos lo estamos. El pitazo es un lenguaje no verbal, pero que interpretamos de la peor manera. En lugar de traducirlo como “señor, ¿me podría dar permiso?”, lo interpretamos como “apartate, pedazo de imbécil, no ves que aquí vengo yo”. Y la respuesta es…

Si analizamos estos factores con objetividad nos daremos cuenta de que la mayoría de nosotros no somos conductores tranquilos que manejan entre psicópatas con licencia. Con mucha frecuencia también somos eslabones de esa cadena de sucesos que pueden terminar en violencia. No somos observadores, somos parte, con la desventaja que cualquier día, a cualquier hora, podemos activar los resortes endiablados de un antisocial armado.

Ya que no podemos, aunque lo intentemos, educar a nuestra población de conductores, a no ser que tuviéramos (como en nuestra fantasía a veces lo imaginamos) los recursos de Rambo o Terminator, lo que nos queda es aplacar nuestros impulsos y llenarnos de paciencia. Es difícil sin duda decirnos “no reaccionaré ante la provocación”, “dejaré que se vaya”, “me quedaré tranquilo”. Es contrario a nuestra naturaleza pero es lo más sensato. Hagamos conciencia que hay mucho sociópata al volante, que no vale la pena quedar tendidos en el asfalto por tendencias de educadores populares y que es mejor pensar que en cinco minutos estaremos en otra parte y olvidaremos al abusivo que se metió a la fuerza en nuestro carril o nos pitó “la vieja”.

Médico psiquiatra.
Columnista de El Diario de hoy