Callaban a Monseñor Romero y ahora quieren callar a medios

Callar una radio o una televisora o cerrar un periódico no puede pasarse por alto o considerarse, como en este caso, una “travesura de jóvenes”

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Autoridades procesa la escena donde fue asesinado un hombre en la colonia Arcos El Molino, en San Miguel.

/ Foto Por Insy Mendoza

Por Mario González*

2016-02-20 6:16:00

Entre 1977 y 1980, por lo menos en 15 ocasiones le dinamitaron las torres de transmisión a la radio YSAX, La Voz Panamericana, la entonces estación oficial del Arzobispado de San Salvador.

Los autores de los atentados querían evitar que los salvadoreños escucharan las homilías del Arzobispo capitalino, el ahora beato Monseñor Romero, cuyo mensaje también bloqueaban con estática. Al final lo asesinaron.

En octubre de 1979 fueron atacados con bombas La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy, al igual que un año después intentaron asesinar al director de La Prensa, fueron dinamitadas las torres de la Radio Monumental y la sede del periódico La Crónica del Pueblo y fue cerrado el diario El Independiente. La Policía llegó al ridículo de confiscar hasta la música de protesta que se vendía en las tiendas de discos de vinilo del centro de San Salvador.

En Nicaragua, el régimen sandinista de Daniel Ortega hacía otro tanto cerrando el periódico La Prensa.

Los atentados contra la libertad de expresión en El Salvador no cesaron.

En 1984, el gobierno llamó abiertamente a un boicot contra El Diario de Hoy, que no tuvo eco entre los salvadoreños. En los años siguientes, periodistas de radio y televisión y corresponsales extranjeros fueron muertos a tiros o lesionados haciendo su trabajo en medio de la guerra y el diario Co-Latino fue incendiado en 1991. Incluso, el director de diario Co-Latino fue apresado y llevado esposado a los tribunales por acusaciones que le hacía un jefe de policía en 1995.

El Diario de Hoy también sufrió una marcha incendiaria en 1993.

A varias décadas de estos acontecimientos, los atentados contra la libertad de expresión siguen, tal vez ya no con bombas, sino con tecnología y otros métodos más sutiles que no los hacen menos condenables.

Son tan cobardes los que dinamitaban las torres de la radio de Monseñor Romero y las sedes de La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy, como los que clonaron los sitios web de estos dos últimos medios y querían apagarlos por seis horas.

Eso es lo que está investigando la Fiscalía y se sabe que hay pruebas contundentes y varios procesados. No estoy condenando a nadie, pero el deber de las autoridades es investigar eficientemente y llegar a la verdad.

Más que buscar venganzas y aniquilar a los presuntos hechores, como ha ocurrido en otros casos, lo que priva es el sentimiento de que en este país se siente un precedente para que no vuelvan a reinar la intolerancia, la imposición y el abuso ni que se permitan aprovechando el poder del Estado ni manipulando masas en la calle para lanzarlas contra instituciones o contra medios, como ha sucedido últimamente.

No puede ser que en la Asamblea se formen aplanadoras y se aprueben toda clase de decretos atropellando leyes y reglamentos y nadie diga nada, como tampoco se vale que el partido de turno y funcionarios mesiánicos convoquen marchas para intimidar a la justicia y a los medios.

Si cedemos a presiones como esas, bastará que violadores, narcotraficantes, lavadores y asesinos llamen a masas para intimidar a las autoridades y que no se haga justicia. Eso se llama impunidad y es tan detestable aquí como en la India y Escandinavia, sobre todo si viene de quienes tanto se llenaron la boca diciendo que luchaban contra ella.

Callar una radio o una televisora o cerrar un periódico no puede pasarse por alto o considerarse, como en este caso, una “travesura de jóvenes”, sino el producto de un odio enfermizo y el paroxismo de la intolerancia contra quienes piensan diferente.

Se les olvida que las dictaduras acaban, pero las instituciones permanecen.

Lo que tiene que imponerse es un “nunca más” para que jamás nadie, por más poder que tenga, se crea en la libertad de callar, difamar o atentar contra otros desde el anonimato. Y menos, que se sienta impune porque se ponga a su servicio toda la maquinaria del Estado para protegerlo.

Ni en Venezuela ni en Birmania ni en El Salvador, nadie que atente contra la libertad de expresión puede quedarse riendo después ni pensar que ya lo arregló todo con movilizar masas a lo Chávez, sino que debe entender que el brazo de la justicia lo perseguirá hasta que pague sus delitos y que si en el presente esto no ocurre, en el futuro las cosas cambiarán y no tendrá escapatoria.

La fuerza bruta y la locura no pueden prevalecer sobre la razón.

*Editor Subjefe de El Diario de Hoy.