El mayor enemigo de América Latina

América es un continente pródigo en catástrofes naturales, a las que solemos añadirles las diligentemente creadas por los seres humanos. Ya Colón describió el primer ciclón y le llamó con su sonoro nombre taíno: “huracán”

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Foto Por edhdep

Por Carlos Alberto Montaner*

2015-10-30 9:19:00

Cuenta la canalla que, a principios de siglo, un recién estrenado instituto de predicciones sismológicas instalado en Madrid advirtió, mediante telegrama a la Guardia Civil de una remota región gallega, sobre la inminencia de un temblor de tierra. El telegrama decía: “Se aproxima peligro. Cuidado con movimiento telúrico en la banda de Richter 6”. No hubo reacción inmediata. A los tres días se recibió la repuesta: “Banda eliminada. Movimiento telúrico derrotado. Richter y sus seis secuaces murieron en el combate. Manden ayuda que un terremoto acabó con la aldea”. Esta es la técnica de los “comunicadores” norteamericanos antes de entrar en la disección de los temas serios.

Hay que relajarse. Veamos. ¿Cuál es el mayor enemigo de América Latina al comenzar el Siglo XXI? El mismo que tenía al inicio del XX, del XIX, o el que la perturbaba hace 500 años cuando los españoles pusieron un pie en el Nuevo Continente: los devastadores desastres naturales. Esas lluvias que han sepultado en vida a decenas de miles de venezolanos o que destruyeron las frágiles propiedades de un número enorme de hondureños y nicaragüenses; los ciclones que barren el Caribe sin compasión ni tregua; los volcanes que con sus ríos de lava o sus cenizas agobiantes destruyen o paralizan las ciudades; los terremotos que en pocos segundos echan por tierra siglos de infraestructuras penosamente erigidas.

América es un continente pródigo en catástrofes naturales, a las que solemos añadirles las diligentemente creadas por los seres humanos. Ya Colón describió el primer ciclón y le llamó con su sonoro nombre taíno: “huracán”. Si hay alguna predicción que puede hacerse con bastantes probabilidades de acertar es que a lo largo de los años siguientes uno o varios de los países de nuestra cultura van a sufrir un golpe demoledor. ¿Se puede hacer algo? Por supuesto, lo imperdonable es cruzarse de brazos hasta que CNN nos avise de las próximas catástrofes. Hay diversas maneras de prevenir estos desastres, de reducir los daños y de iniciar cuanto antes la reconstrucción. Lo que es intolerable –como ha sucedido en Venezuela– es la lenta reacción del gobierno, su extraña voluntad inicial (luego corregida) de reducir las proporciones de la tragedia, o la actitud de “sorpresa” e incredulidad con que solemos enfrentarnos a estos, como reza el anglicismo, “actos de Dios”.

¿Quiénes son los mayores expertos del planeta en este doloroso quehacer? Sin duda, la “Federal Emergency Management Agency” de los Estados Unidos, dirigida por el “catastrofólogo” más notable del mundo: James Lee Witt. El genio de los gringos donde se manifiesta con mayor esplendor es en la organización. Organizan mejor que nadie las fábricas, los centros de investigación, las universidades, el tránsito, el ocio, incluso los desastres. Es una sociedad dotada para la logística, para el orden, para el manual de procedimiento. Es una sociedad que puede proponerse llegar a la luna en 10 años y, en efecto, lograrlo, mientras a muchos nos cuesta trabajo llegar a tiempo a la cena de las nueve de la noche.

Es ahí adonde hay que solicitar ayuda, pero no para que esta institución norteamericana auxilie directamente a nuestras naciones –no es para eso para lo que fue creada ni para lo que recibe una notable dotación económica–, sino para “clonar” ese prodigioso organismo y ponerlo al servicio de toda América Latina. Probablemente ninguno de nuestros países, solo, es capaz de reproducir esta “agencia”, pero entre todos es una tarea perfectamente razonable y al alcance de nuestro vapuleado bolsillo. Washington, por su parte, no tardará en descubrir las ventajas de este tipo de colaboración: es infinitamente más barato contribuir a la creación de una entidad supraestatal dedicada es- tos fines que comenzar de cero cada vez que la naturaleza nos da una bofetada.

¿Es esta propuesta descabellada? En lo absoluto. Antes de escribir esta columna me entreviste con el Embajador de Estados Unidos ante la OEA, Luis Lauredo, uno de los hispanos más cercanos a la Casa Blanca, y uno de los políticos norteamericanos que mejor y más profundamente conoce a América Latina, y, tras discutir los detalles y aportar muchas ideas de su propia cosecha, le pareció que la Organización de Estados Americanos podía ser la institución idónea para impulsar un empeño como éste. Probablemente tiene razón. Lauredo tiene la influencia, el peso y la experiencia para persuadir a su país a que ponga el hombro, o mejor aún, la cabeza, tras este objetivo. La OEA, que frecuentemente se empantana con la dichosa superstición de los “asuntos internos”, aquí tiene un asunto lo suficientemente universal como para unir a toda la familia. Ojalá lo haga antes de que se convoquen los próximos velorios. (Firmas Press).
 

* El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela Tiempo de canallas.