Patología colectiva

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/ Foto Por edhdep

Por Por Mario Vega*

2015-04-03 6:00:00

La racha de asesinatos, raptos, extorsiones, amenazas y restricciones a la libre movilidad han provocado que la sociedad, principalmente los sectores populares, desarrollen un cansancio hasta el hartazgo de la situación de inseguridad. La impotencia y la pérdida de la esperanza generan una frustración impaciente que impulsa a las personas a buscar salidas rápidas. Siguiendo la tradición cultural del uso de la violencia, las personas abogan por medidas extremas como la defensa propia, la pena de muerte, el asesinato, el exterminio y los escuadrones de la muerte. Tales ideas son alentadas por políticos irresponsables que a la caza de votos terminan enardeciendo los ánimos ya caldeados de la población. Mientras que algunos no llegan más que a la apología de la violencia y del ojo por ojo, otros, menos reflexivos, comienzan a armarse y a hacer uso de la fuerza.

Cuando esos ciudadanos armados disparan contra los ladrones o extorsionistas son aclamados como héroes y se les anima a que continúen por los caminos de la venganza. Cuando se alcanza el punto en que una sociedad comienza a ensalzar y aplaudir a quien mata inmisericordemente, por las razones que sean, se ha alcanzado un estado de patología colectiva. Las personas pueden pensar que pagando mal con mal hacen justicia. Pero, en cualquier país civilizado, se considera psicópata a quien recurre a la fuerza bruta para resolver diferencias.

La misma persona que llega a hacer uso de la violencia que rechaza vive una transformación que comienza por un deseo de represalia. Al vengarse del mal que recibió queda para siempre encadenado a la injusticia que le hicieron. La identidad de la persona comienza a modelarse en torno a su deseo de venganza y así comienza a afectar su futuro. En el caso que el individuo tenga la oportunidad y los medios de ser cruel con quien fue cruel con él, automáticamente se convierte en una persona cruel. El problema es que esa crueldad que ahora ha adquirido no se limitará a las personas que le trataron mal. Ahora su identidad ha sido modificada para reaccionar agresivamente ante cualquier situación incómoda y buscará la violencia como respuesta rápida a sus conflictos. Igual será que se trate de un conflicto con el ladrón, el extorsionista, el cónyuge, el compañero de trabajo o el vecino. Ahora la fuerza es su estilo de vida y su carácter. Sin pretenderlo, se ha convertido precisamente en lo que más odió: un psicópata que mata solo por matar. Así es como el mal se perpetúa y se transmite de persona en persona hasta que toda la sociedad puede llegar a estar bajo el poder del pecado.

Los miembros de pandillas son implacables, despiadados, toman represalias, ajustan cuentas y equilibran la balanza con la venganza. ¿Qué diferencia tienen ellos con quienes desean cobrar cuentas por sí mismos? Esencialmente ninguna. Se han convertido en nuevos pandilleros sin el nombre. En lugar de remediar el mal lo han multiplicado. Esas características son las cosas que han traído a nuestro país las mayores desgracias, la amargura, el odio y la guerra social. Pero el arrepentimiento y la conversión pueden librarnos de la venganza reciclada y de las guerras fratricidas; hacen de Jesús aquél que vino a salvar al mundo, no solo a salvarnos del mundo. La diferencia es inmensa.

*Colaborador de El Diario de Hoy.