Una condena moral

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De cara a la Paes personal administrativo y docente del Instituto Nacional Alberto Masferrer participó ayer por la tarde en la limpieza y señalización de los salones. Foto EDH / Marvin Recino

Por Por Federico Hernández Aguilar*

2014-10-07 5:00:00

En el año 2003, dos diputados del PCN abandonaron su partido y pidieron incorporarse a una fracción política de la que yo era parte. Si bien los comicios legislativos de aquel año eran todavía recientes, muchos de mis colegas de partido declararon su beneplácito por el “oportuno” transfuguismo que beneficiaba a nuestro grupo parlamentario. En mi caso, sin embargo, creí necesario externar (en público y en privado) el profundo desagrado que aquel asunto me causaba. Señalé que, en política, quien traiciona a mi adversario puede brindarme una satisfacción momentánea, pero nada me garantiza que su lealtad hacia mí será más fuerte.

Los principios éticos son tales cuando no dependen de coyunturas. La moralidad o inmoralidad de una acción no está dada por los beneficios que otorga a quien sea, incluidos uno mismo o la organización a la que se pertenece. Si el transfuguismo es objetivamente perverso, lo es siempre; nuestras conveniencias políticas jamás vuelven correcto lo incorrecto. En aquel momento, de hecho, mi valoración sobre los tránsfugas pecenistas coincidía con la de Schafik Handal, que desde la bancada opositora recordaba que la traición de aquel par de diputados se había perpetrado, en primer lugar, contra sus propios electores.

La alegría de mis colegas de fracción era equivocada en 2003; Schafik y yo, en cambio, teníamos razón. A la vuelta de algunos años, aquellos dos tránsfugas tampoco iban a mostrar mayores escrúpulos para modificar otra vez sus lealtades. En 2012 abandonarían a los electores de ARENA con la misma frescura y ausencia de argumentos con que habían traicionado a los electores del PCN una década antes. La diferencia es que quienes esta vez señalarían su inmoralidad serían los areneros, mientras que los voceros del FMLN, alejándose de Schafik, invocarían el artículo 125 de nuestra Constitución para justificar el transfuguismo, ahora en su provecho. ¡Qué virajes éticos de vértigo se permiten algunos sin sonrojarse!

Por eso, más allá de las valoraciones estrictamente jurídicas que cabe hacer a la reciente sentencia contra los tránsfugas, lo trascendental es la formidable condena moral que expresa. Comprimiéndolo mucho, ¿qué viene a decir este fallo? Pues que constituye una defraudación a nuestra ley primaria, y a los principios éticos más elementales, el que alguien prometa durante una campaña electoral representar las ideas y los valores políticos de sus electores, para luego traicionarlos impunemente desde el escaño otorgado a él por esos mismos electores. El fraude se comete, de entrada, contra el votante, porque es suya la decisión soberana de establecer determinados equilibrios en la Asamblea Legislativa a través de la representación que ejercen los diputados.

Un legislador, en virtud del Art. 125, puede perfectamente estar en contra de una decisión partidaria y votar diferente –este servidor lo hizo cuando estuvo en la Asamblea–, pero no debe separarse de todas las decisiones y votar siempre distinto de su fracción sin ofrecer argumentos convincentes. Semejante conducta trastoca el orden y la pluralidad política que los ciudadanos han dispuesto desde las urnas, además de violentar el mecanismo de la representación popular. También socava la credibilidad misma del sistema de partidos, observación que los políticos tendrían que estarle agradeciendo a la Sala de lo Constitucional en lugar de reprochárselo.

Esta sentencia no impedirá, desde luego, que un diputado ponga a la venta su conciencia y, en el momento dado, traicione a sus electores votando por un presupuesto desfinanciado o por un paquete impositivo dañino para la economía. ¡Imposible poner cercos a la miseria humana! Pero también es cierto que la demanda de explicaciones por parte de la ciudadanía –y de quienes eligieron a ese diputado en particular– cuenta hoy con un fundamento constitucional sólido para respaldar sus justos reclamos, lo que redundará en formas de control ciudadano más exigentes.

La sentencia tiene sus límites, pero la pena moral que entraña es histórica. Debemos aprovecharla todos los ciudadanos que deseamos mejores y más íntegros servidores públicos.

*Escritor y columnista de El Diario de Hoy.