Constitución, efectividad, la Sala y los ciudadanos

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La devoción de los feligreses al patrono es vivencial.

Por Por Daniel Olmedo*

2014-08-02 6:00:00

En la Constitución la libertad económica, la libertad de empresa, y el fomento de la iniciativa privada conviven con la función social de la propiedad privada, la protección del medio ambiente, el interés social, y la protección del comercio e industria nacional.

En el diseño y ejecución de políticas públicas –a través de normas o actos administrativos, o incluso judiciales– pueden colisionar categorías constitucionales disímiles. Corresponderá a las autoridades, y finalmente a la Sala de lo Constitucional, resolver esas situaciones. Eso puede suponer inclinarse por proteger unas categorías en detrimento de otras. Así, la libertad económica y el interés social se limitarán entre sí. Ninguna es absoluta.

Por ello la Sala ha reconocido que en la Constitución caben sistemas económicos distintos: desde una economía planificada a una de mercado.

Será la Sala la que, caso por caso, modulará las políticas públicas y sus manifestaciones; a fin de evitar que provoquen un límite desproporcionado o la anulación de alguna categoría constitucional.

Pero la constitucionalidad de un sistema económico o política pública no significa efectividad en el cumplimiento de los objetivos que persigue. El análisis de conveniencia o efectividad y el de constitucionalidad son distintos. Ambos son necesarios para diseñar y evaluar políticas públicas; pero los resultados de uno no deben opacar los del otro.

Puede ocurrir que una política pública que pretende reducir el precio de un bien sea conforme a la Constitución; y que, a pesar de ello, sea un desastre para lograr ese objetivo, al punto que provoque el efecto contrario.

Son los resultados de las políticas públicas, y no su ajuste a los límites constitucionales, los que impactan en la vida de las personas.

Un triste ejemplo: En 2001 unos políticos decidieron que el gobierno debía construir un puerto en La Unión. Nos dijeron sus intenciones, y eran buenas: generar un polo de desarrollo en oriente, hacer de El Salvador un centro logístico de la región, desarrollar un canal seco… Desde 2004 usted y yo pagamos US$132 millones por una faraónica plancha de cemento en el mar. Lastimosamente al Banco de Cooperación Internacional del Japón no le podemos pagar el crédito con las intenciones de los políticos de esa época, ni con las excusas de los que han desfilado desde entonces hasta hoy.

No hay nada de inconstitucional en una plancha de cemento de US$132 millones. Pero sí mucho de inútil e inconveniente.

Distinto ocurrió con la liberalización de las telecomunicaciones. Ese mercado aún tiene fallas, pero es difícil refutar que hoy, en un mercado libre, la necesidad de comunicarse la satisface más gente y de mejor manera que en los tiempos del monopolio estatal de ANTEL.

En esos tiempos los pobres –y muchos de clase media– no tenían un teléfono fijo; menos un celular. Lo que hoy, en un mercado libre, todos consideramos natural, era un lujo en los tiempos del monopolio público. ¿Quiénes tenían un celular en 1994? ¿Quién no lo tiene hoy?

De manera que si la pobreza es insatisfacción de necesidades básicas (y comunicarse es una de ellas), y combatir la pobreza es satisfacerlas, entonces la liberalización de las telecomunicaciones fue una política efectiva en esa loable misión.

Determinar la constitucionalidad de las políticas públicas le corresponde a la Sala de lo Constitucional, pero evaluar la conveniencia o efectividad de las mismas es responsabilidad de los ciudadanos. Somos los únicos que podemos premiar o castigar a los políticos en función de los resultados de las decisiones que toman con nuestro poder y dinero. El pueblo que no asume las riendas de su destino está condenado a la politocracia. Y se lo merece.

*Especialista en Derecho

de Competencia.

dolmedo@espinolaw.com