Poder y carácter

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Jorge Ochoa, presidente del Comité Paralímpico de El Salvador.

/ Foto Por Huber Rosales

Por Por Federico Hernández Aguilar*

2014-06-02 6:03:00

Es bastante conocida aquella sabia frase de Abraham Lincoln: “Casi todo hombre soporta la adversidad; mas, si quieres probar el carácter de un hombre, dale poder”. Y es que las condiciones personales (psicológicas, morales y espirituales) de aquel a quien un pueblo le ha otorgado el privilegio de servirle desde un alto cargo público, o bien le ayudan a convertirse en el estadista que demandan sus coterráneos, o por el contrario le arrastran por caminos tortuosos de evasión, soberbia y autojustificación, hasta el punto de hacerle olvidar qué significa y qué responsabilidades trae consigo la importante función que desempeña.

El carácter es esa huella, esa marca indeleble que identifica nuestra forma de ser y comportarnos. Incluso si hacemos una justificada mezcla entre las corrientes psicológicas de América y Europa que con énfasis diversos estudian el carácter, encontraremos que las maneras individualizadas de reaccionar al entorno, aunadas a la historia personal de cada uno, conforman muchos de los rasgos distintivos que nos hacen únicos e irrepetibles como seres humanos. De hecho, es a partir de esa estructura básica, en la que nacen y desarrollan virtudes, pero desde la que también pueden adquirirse y consolidarse malos hábitos y vicios de todo tipo, las personas vamos diferenciándonos y posicionándonos en la vida.

En el ámbito político, salvo muy raras excepciones, el carácter de alguien que accede al poder suele estar ya bastante definido. Para bien o para mal, con los rasgos de conducta que le hayan caracterizado, este individuo lleva al ejercicio de la función pública su temperamento, y se produce entonces un encuentro decisivo entre los valores de la persona y las muy complejas realidades que acompañan al poder.

Dadas las subjetividades y fantasmagorías que en Latinoamérica rodean a la política y a sus protagonistas, el poder casi siempre amenaza las virtudes y exacerba las disfuncionalidades. La virtud, definida por Tocqueville como la libre elección del bien, contrasta con todos los vicios tradicionalmente relacionados con el poder –adulación, ambición, mentira, desconfianza, autoritarismo, y un largo etcétera–, mientras que el temperamento disfuncional de un individuo, proclive a sucumbir ante estos estímulos (internos y externos), queda fatalmente reforzado.

La frase de Lincoln es, pues, certera. El carácter de un hombre se somete a un examen durísimo, formidable, hercúleo, en el ejercicio del poder político. Tanto así que nadie puede asegurar que está preparado para superar con éxito esta prueba. Sólo quien es humilde y ha sabido fomentar una sana autoestima está facultado a creerse en posesión de virtudes fuertes sobre las cuales edificar una relación no destructiva con el poder. Y al contrario, los temperamentos dominados por la venganza, la cólera o la arrogancia se verán expuestos a una vorágine de tensiones y amarguras, insatisfacciones e imprudencias, que tarde o temprano les dejarán existencialmente vacíos, con el agravante de haberles convertido en una pesadilla para sus semejantes.

Ojalá estas reflexiones puedan ser útiles a los funcionarios públicos que en estos días se estrenan en sus cargos. Ya habrá tiempo de analizar el discurso y los hechos del presidente Sánchez Cerén y los miembros de su gabinete. Hoy me ha parecido mejor invitarles a contemplar la oportunidad histórica que les ha sido concedida con una mirada limpia y serena, desprovista de las ansiedades que atenazan a quienes buscan el poder por el poder mismo.

Tomar las riendas de un país con los problemas que agobian al nuestro es ya suficiente motivo para pedir abundantes luces del cielo para nuestras nuevas autoridades. A decir verdad, no conozco un solo salvadoreño que desee otros cinco años de fracasos gubernamentales. Pero son indispensables la humildad, la franqueza y la flexibilidad de parte de los funcionarios entrantes. Y junto a esas virtudes, la sabiduría para admitir que el poder político es solo un instrumento, que será benéfico si se encuentra en buenas manos y muy nocivo si sirve a propósitos inconfesables.

*Escritor y columnista de El Diario de Hoy.