Una rebelión silenciosa

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Francisco Merino y Mariella Peña Pinto junto a Moisés Urbina en la entrevista Frente a Frente.

Por Por Carlos Mayora Re*

2014-06-06 6:03:00

En su libro “Making Gay Okay”, un estudio acerca de cómo la valoración social del comportamiento de las personas homosexuales ha ido variando en los últimos tiempos, Robert Reilly intenta hacer una profundización en las raíces de ese cambio cultural.

Una de sus tesis es que en el fondo, la discusión se centra en lo que es o no es natural. Más aún, en el concepto de naturaleza misma. Durante más de dos mil años, ese concepto fue –incluso con independencia de las convicciones morales o religiosas–, el parámetro por excelencia para juzgar la conducta humana. Aristóteles sostiene que naturaleza es lo que explica no sólo cómo es el ser humano, sino cómo debe ser para alcanzar la felicidad.

Pero Rousseau primero, y Sartre después concibieron cada uno a su modo una rebelión. Para el primero, la naturaleza deja de establecer fines y modos para alcanzarlos, y se convierte en la fuente de todas las posibilidades. Sartre, en cambio no corrige la concepción de naturaleza, sino que simplemente niega su existencia. Para ambos no hay nada que obligue al ser humano a actuar de uno u otro modo para ser feliz, para alcanzar la plenitud de su vida por medio de sus acciones. La única vara, el único criterio válido para establecer lo correcto o lo equivocado, una vez hecha de lado la sociedad que corrompe al hombre tal como hace Rousseau, resulta ser la libertad personal.

Rousseau establece que el impulso primero de todo ser humano es ser bueno, honrado, honesto, pero que la sociedad, la familia y la religión, con su maraña de reglas y mandamientos, termina por encerrarlo en una jaula de normas que no sólo lo hacen desgraciado, sino que a fin de cuentas le impiden ser él mismo. En sus tesis se hallan algunas de las claves que permiten comprender el continuo combate, y el odio que lo alimenta, librado en algunos ambientes actuales contra la familia y la religión, contra las reglas socialmente aceptadas.

Si, además, añadimos al coctel el pensamiento marxista, con su franco ánimo rebelde contra reglas y costumbres burguesas artificialmente construidas, prepotentemente mantenidas con la finalidad de oprimir a la clase dominada (ya sean los proletarios, las mujeres, las personas homosexuales, etc.), se intuye que la rebelión contra la familia tradicional, y contra cualquier religión, tiene de hecho raíces teóricas fuertes y bien hincadas.

Entonces, si la filosofía deja de ser capaz de explicar la condición humana dividida en dos sexos (por la mutación primero y la destrucción después del concepto de naturaleza); si la sociología no puede dar razón de esa distinción (por el fino trabajo del pensamiento marxista que destruye todo lo establecido acusándolo de instrumento burgués de dominación); ni tampoco contesta satisfactoriamente las preguntas alguna religión (cuyas normas de vida no son más que caprichos impuestos por los poderosos); la distinción entre hombre y mujer pierde todo sentido e importancia. O no tiene más significado que el que arbitrariamente se le dé.

Así, tal como escribe Reilly, es plausible comprender que la justificación teórica de la homosexualidad no sea más que un caso entre otros de “esa vulgarización de la anarquía filosófica que niega la existencia de una naturaleza teleológica, y por tanto, de la habilidad de distinguir entre el uso y el abuso de las cosas”.

Pero la naturaleza humana, el modo propio de ser de los seres humanos, es una realidad poderosa, que no desaparece porque se la niegue o se intente conceptualizar de manera distinta. En todo caso puede enturbiarse temporalmente, o debilitar su influjo, pero de eso a que deje de decirnos qué somos y cómo deberíamos ser, queda todavía un buen trecho.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org