Y… ¿Qué tal la familia?

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Los jóvenes deberían preocuparse por garantizar una mejor rentabilidad para sus pensiones, indican expertos en la materia. De ello dependerá su bienestar a futuro. Foto EDH / archivo

Por Por Carlos Mayora Re*

2013-12-13 6:04:00

Lo normal no necesita calificativos. Sí lo precisa, en cambio, lo que se sale de la media y, justamente por ello, se hace necesario reservar palabras específicas para designar realidades que no pertenecen a lo común y corriente. Quizá con un ejemplo me dé a entender mejor: a nadie se le ocurre afirmar de primas a primeras que es heterosexual u omnívoro (en oposición a homosexual o vegetariano), pues lo más frecuente es que la orientación sexual y las preferencias alimenticias de las personas se encuadren dentro de las de la mayoría.

Los calificativos (sin entrar en la carga emocional que portan) que designan a las mayorías, han surgido de las minorías que se ven diversas. Ya apuntábamos heterosexual y omnívoro como ejemplos, pero también sirven para ilustrar lo que quiero decir los calificativos “capitalista”, acuñado por los marxistas para designar la clase enemiga, o “creyente”, término que utilizan los ateos para referirse a las personas que tienen fe en algo o alguien en quien ellos no creen.

El problema no es sólo lingüístico, sino también sociológico y en último término político: cuando los homosexuales, vegetarianos, ateos o proletarios “salen de su armario”, no es raro que se empeñen en meter en el mueble vacío a los heterosexuales, omnívoros, creyentes y capitalistas… Que cierren las puertas con llave, y cuelguen un letrero que diga “creyentes”, como advertencia para que a nadie se le ocurra abrir y que todas esas incómodas personas se salgan y ocupen el lugar social y político del que –después de tantas luchas– los lograron desplazar.

En el fondo hay una confusión entre el “en una democracia todos y todas tenemos la misma dignidad”, y pensar que “todos somos iguales en todo”; que, desde luego, no son lo mismo.

Muchas veces, el problema viene porque las minorías se sienten relegadas –porque de hecho, han estado relegadas– y eso provocaba una discriminación que intentan sacudirse cambiando los términos con que se les ha designado desde siempre, y colocando la carga emocional que provoca desprecio en el otro lado. Así, de la separación de personas en creyentes y no creyentes surge el término “dogmático”, que designa a quienes teniendo fe, no comulgan con ateos, y que tanta fuerza retórica y revolucionaria tiene en la sensibilidad cultural actual.

De esto se ocupa –con fina ironía– un ocurrente autor: “este verano fui desposeído de mi vesícula biliar en un quirófano (…) desde entonces soy consciente de que me falta algo: no demasiado serio, de acuerdo, pero no me atrevería a decir que es “normal” no tener vesícula ni que deba tener orgullo de no poseerla. Si lo pensara, habría que crear al menos tres términos nuevos para considerarme en situación de igualdad con los que no han sufrido una laparoscopía. Y tendría que ir preguntando por allí: ¿disculpe, usted es “vesiculado” o “avesiculado”?… Luego habría que inventar el “día del orgullo avesicular”, y que nadie se atreva a meterse con nosotros, porque le diríamos “avesiculófobo”, que es vocablo la mar de aparente”.

¿A qué todas estas reflexiones? Aparecen al enterarme de que se está preparando –para el sábado veintiocho– una marcha denominada “Familia, santuario de la vida”, con el objetivo de defender los “valores morales y espirituales”, que se ven amenazados por “grupos poderosos que condicionan fondos para imponer agendas contrarias a nuestros valores”; dicen los organizadores.

¿Desde cuándo la mayoría debe defenderse así de una minoría? Pues desde que pertenecer a una familia “normal” no sólo está mal visto, sino que ofende directamente a quienes la consideran una amenaza a su modo de vida y valores. Cosas veredes…

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org