Una historia de amor

descripción de la imagen
Adrián Padilla (izquierda) junto a Pedro Arieta (centro) y el técnico Raúl Sambulá. Foto EDH

Por Por Marvin Galeas *

2013-12-25 6:02:00

Cuando Regina llegó, a todos los hombres del pueblo se les movió el tapete. Transcurrían los años sesenta. Era Jocoro un cálido pueblo del oriente, muy católico y de calles empedradas.

Frente a la iglesia de arquitectura colonial estaba la plaza pública con sus almendros, un frondoso amate y las banquitas de cemento en forma de sofá.

Bajo la sombra del amate, en la esquina frente a la tienda de doña Elia Guillén, había un puesto de venta de refrescos. Allí llegábamos todos, niños y hombres, para matizar el bravo sol del mediodía, comentar los últimos eventos y ver, de reojo, a las bellezas del pueblo.

Durante la oracioncita, ese momento indefinible del día, un cielo de colores pastel se combinaba con el tañido de las campanas que don Cleofas, el sacristán, tocaba lento y acompasado para producir una inevitable sensación de quietud y melancolía.

Fue por esos años que llegó al pueblo Regina. Era de mediana estatura, blanca, de cabello castaño y de fina estampa. Eliseo Ventura, alto y de porte distinguido, estudiante de química, se había enamorado perdidamente de ella. La conoció en una fiesta de estudiantes En San Salvador y se le metió en el alma para nunca más salir. Pero Regina tenía novio. Un caballerito de la granada sociedad capitalina. Eliseo, el llegado del pueblo, llevaba las de perder.

Dispuesto a disputar amores, hizo de todo. Llevó serenatas con tríos que afinaban a punta de tragos de guaro macho y desgarramientos de corazón; regaló flores, aprendió poemas y prometió el cielo y sus estrellas. Pero Regina no se fiaba de un pueblerino, por muy doctor que fuera.

Ella estaba acostumbrada a lo urbano: cine, fiestas estudiantiles, viajes y vino tinto. Apasionada y sensual, culta y de mente abierta, era ya muy avanzada para la capital, no digamos para un municipio del oriente.

Pero tanto y con tanto amor insistió Eliseo, que Regina vencida, se volvió loca y aceptó los embates de aquel persistente enamorado. Se casaron.

Se fueron a vivir inicialmente a Usulután, donde fundaron un negocio de farmacia. Eliseo y Regina se amaban a toda hora sin tregua ni cuartel. A sol y sombra, como si el mundo se fuera a acabar mañana. Pero el mundo no se acabó y el negocio quebró. Se fueron a Jocoro.

Se instalaron en una propiedad que los Ventura poseían casi en las afueras del pueblo. Lindaba con una pequeña finca de don Juan Pablo Perla, mi abuelo.

Fue desde allí, subidos en un palo de guayaba, cuando mi hermano y yo vimos con la boca vierta a doña Regina que con escasas ropas tomaba el sol de media mañana para broncear su blanca piel.

La visión, que duró una eternidad, quedó para siempre en la memoria y fue nuestro primer referente de la belleza femenina.

Pero Regina no acababa de encajar en aquella pueblerina sociedad. Las comadres implacables encontraban en sus vestidos, en su manera musical de hablar, en su cervecita helada del mediodía, en su vino tinto de fin de semana insumos para chisme y chambre.

Ella, rebelde a su manera, las provocaba cuando de tacón de punta, blusa escotada y falda pegada al cuerpo, con singular cadencia y elegancia caminaba por las calles empedradas para ir al telégrafo a hacer una llamada a San Salvador. Pasaba Regina. Chambreaban las comadres, envidiaban las cipotas y el hombrerío suspiraba.

Eliseo le creó un mundo a la medida en aquella finquita de pueblo. Plantó jardines de begonias y orquídeas, instaló luces de colores, puso sillas y mesita al aire libre, y construyó hasta una canchita de basquetbol para que jugara con los niños.

Allí Regina, en su pequeño mundo, escuchaba boleros y leía Life en español, tomaba el sol de media mañana luego de haberse frotado la piel con leche de burra cortada.

En la década de los ochenta, en San Salvador, Regina cerró los ojos por última vez. Sus años fueron una celebración de la vida.

Eliseo quedó solo y devastado. Poco tiempo después, como suele suceder con los grandes amores, él también se fue, para vivir con ella y para siempre, como en el poema de Neruda, la eternidad de un beso.

* Columnista de El Diario de Hoy.

marvingaleasp@hotmail.com