La culpa y la pena de los pecados que cometemos

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El convenio fue firmado por el presidente de la CSJ, Florentín Meléndez, y delegados del CICR. Foto EDH / Marlon Hernández.

Por Por Oscar Rodríguez Blanco, s, d, b.*

2013-11-01 7:00:00

Ningún ser humano es perfecto, todos cometemos errores y pecados. Perfecto es solo Dios. Quien diga lo contrario, no sabe lo que está diciendo. Cuando cometemos un pecado, nos hacemos cargo de dos cosas: La culpa y la pena. La culpa es la responsabilidad de lo que hemos hecho, por ejemplo, si has robado un objeto valioso eres responsable de esa culpa; la pena es el daño causado por el robo hecho. Si se acude al sacramento de la confesión se perdona la culpa, el pecado, pero queda la pena, el daño que has causado. En justicia hay que reparar, en la medida de lo posible, el daño hecho.

Hoy, estamos celebrando la “conmemoración anual” de todos los que han muerto. Muchísimas personas han acudido a los cementerios para depositar flores sobre las tumbas y elevar plegarias por su eterno descanso. Esta ha sido una costumbre antiquísima que se remonta en la biblia al tiempo de los Macabeos: “Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2Mac. 12, 46). La iglesia desde los primeros siglos ha tenido la buena costumbre de no olvidar en la oración a los difuntos.

San Agustín cuenta que su madre Mónica, lo que único que les pidió al morir fue “ofrecer oraciones por su alma”, pues como dice el mismo santo “Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios”. La enseñanza de la iglesia es muy clara cuando nos dice que los que mueren en gracias de Dios pero “no perfectamente purificados, sufren, después de su muerte una purificación, para obtener la completa hermosura de su alma” (C.1030). Es posible que Dios haya perdonado sus culpas, sus pecados, pero les queda la pena temporal merecida por la culta.

La finalidad de nuestras oraciones es para pedir a Dios que conceda la paz y la felicidad a los que han muerto y que les perdone la culpa temporal merecida por los errores cometidos. El Catecismo de la Iglesia Católica nos proporciona, con palabras de Pablo VI, una definición más precisa: “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (Catecismo, 1471).

Este es el consuelo que tenemos los creyentes, que sin temor alguno podemos ofrecer oraciones, misas, sacrificios por los seres queridos que ya han muerto y esperan el día de la resurrección final. Es cierto que a las personas se les honra en vida, pero una vez que mueren, necesitan de la caridad de los hermanos en la fe.

Sabemos que el máximo misterio de la vida humana es la muerte, pero la fe en Cristo convierte este enigma en vida sin fin, pues la muerte, no es el final de todo sino el inicio de un Todo que es el mismo Dios. “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,40).

*Sacerdote salesiano.