El Hermano León

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Los alumnos de la Escuela Francisco A. Gamboa desfilaron con diversos trajes típicos de la región Centroamericana. En total marcharon 40 niños de la institución. Foto EDH / Marlon Hernández

Por Por Carlos Mayora Re*

2013-09-13 6:03:00

Cuando en el lejano 1958 Maximino Echávarri llegó a El Salvador, no se imaginó que sería recordado con inmenso cariño por muchas generaciones de salvadoreños. El Hermano León llegó a ser una institución. Pero, aparte su ingente labor educadora como Hermano Marista durante más de cinco décadas, los que le conocimos personalmente recordamos más su sonrisa amplia y su mirada chispeante, que cualquiera de sus clases. Enseñaba como todo buen educador sabe hacerlo: con su simple presencia.

Muchos recordarán sus emocionantes historias de la guerra civil española, cuando en clases de religión le tirábamos de la lengua mientras nosotros, ingenuos adolescentes, pensábamos que lo habíamos embaucado para saltarnos una clase. Sin embargo, él sabía que aprendíamos más religión con el testimonio vivo de quien puso en riesgo su propia vida por la fe, que con cien lecciones… Aunque, como es lógico, cuando había clase, había.

En la temporada de los juegos estudiantiles, era impensable imaginarse un partido sin la amable, callada, pero omnipresente figura del Hno. León. Los que participamos activamente en algún deporte en nuestros años liceístas recordamos sus regaños, palmadas y ánimos. A todos nos transmitió no sólo el amor por el colegio, sino el amor por la rectitud y la hombría de bien.

En cincuenta años de docencia las anécdotas se cuentan por miles, sin embargo, hay una que lo retrata: en el lejano 1978 se llevó un grupo de alumnos para apoyar al equipo de waterpolo en la piscina del Círculo Estudiantil. El recinto estaba lleno y el ambiente de hostilidad entre las barras se fue caldeando. Entonces, cuando los insultos subieron demasiado, el Hno. León optó porque se retiraran, lo que a todos pareció impropio de él. Cuando iban saliendo, de entre la turba, salió un grandulón insultando al grupo, pero la gota que derramó el vaso fue cuando –dirigiéndose al Hermano León–, dijo que era un viejo tal por cual. Él no se inmutó (aparentemente), pero uno de sus alumnos no aguató más y le dijo “Hermano, me da permiso de romperle el hocico”… a lo que contestó con dos palabras: “ándale, ándale”.

Escribe un testigo presencial: “nos inculcó algo que lastimosamente estamos careciendo en gran manera actualmente en nuestro país: entrega total a una divisa, que se traduce en amor a tu país, a tus creencias, etc., y prudencia. Aunque, también nos enseñó –con los hechos–, que cuando hay que actuar, se actúa”.

Del Liceo San Luis, en 1958, pasó al Champagnat en 1963. Desde 1972 impulsó abnegadamente los deportes en el Liceo Salvadoreño, hasta llegar a ser un icono del deporte estudiantil. Le encantaba el deporte, vibraba con el deporte, pero –tengo para mí–, que lo que en realidad le entusiasmaba era la relación de amistad-exigencia con sus alumnos.

Por eso actuaba calladamente, al contrario de los bulliciosos estudiantes y las estridentes barras que apoyaban nuestros equipos. Tenía sus “consentidos” (los buenos deportistas), pero les exigía tanto académica como deportivamente, y les dedicaba largos ratos de conversación serena.

¿De dónde sacaba fuerzas para todo? No tengo dudas de que era un hombre santo. Pues para ser fiel como lo fue: a su vocación, a su trabajo, a sus ideales, hace falta amor de Dios. Recuerdo cuando durante los exámenes, se iba al fondo del aula, y aunque no le habría gustado, se notaba que rezaba.

El miércoles pasado, cuando llegó al cielo, la multitud que le recibió habrá sido muy considerable… no dudo que le hicieron valla a la entrada y le cantaron lo que escuchó tantas veces en su vida: “LI-CE-O CAM-PE-ÓN”, y que esta es hora que seguirá abrazando a sus queridos exalumnos.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org