El Viejo German

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El hospital Zacamil es uno de los centros donde los pacientes se van sin todas sus medicinas. Fotos EDH / Mauricio Cáceres

Por Por Marvin Galeas *

2013-08-14 8:00:00

Me cuenta una amiga del alma que murió el Viejo German. Tres décadas, atrás, cuando lo conocí, aunque no pasaba de los 35, ya le decían “El Viejo”: por las mil arrugas que le estallaban en el rostro cuando reía y porque todos en el campamento apenas habíamos pasado la frontera de los veinte.

Tenía el pelo claro, el rostro afilado, flaco, algo encorvado y una mirada de ojos verdes que le daban un aspecto de felino en permanente estado de alerta. El Viejo German tuvo durante toda la guerra, la responsabilidad de velar por la vida y la seguridad de los que integraban el puesto de mando guerrillero en Morazán.

El puesto de mando estaba integrada por los máximos comandantes, entre los que destacaban Ana Sonia Medina, Mercedes Letona, Marisol Galindo y el mismo Joaquín; la sección de comunicaciones estratégicas, operativas y de inteligencia, la Radio Venceremos, la sección logística y cocina y la escuadra de experimentados combatientes que prestaban seguridad bajo las órdenes del Viejo German.

Por razones de jerarquía militar absolutamente nadie le daba órdenes a Joaquín Villalobos. Él era el que daba las órdenes. Sin embargo cuando el enemigo nos presionaba, algunas veces de manera letal, era el Viejo quien asumía la jefatura de la columna del puesto de mando y Joaquín, el bravo comandante Atilio le obedecía sin rechistar.

Una vez en un lugar llamado el Llano del Muerto, en las faldas del Cerro Pericón, se nos metió dentro del campamento una patrulla de reconocimiento del Batallón Arce. Eran muy temprano por la mañana. Estábamos relajados.

De pronto, el sonido retumbante de un proyectil de noventa milímetros rompió la quietud de aquel paraje. Medio segundo después un disparo certero impactó en un hombro del comandante Jorge Meléndez, que dio una voltereta en el aire. Entonces se desató el infierno de balas y explosiones por todos lados. Nos habían agarrado desprevenidos completamente.

En medio del caos, el Viejo Germán, lince de siete vidas, organizó como pudo, una precaria defensa más a gritos que a balazos. “Escuadra alfa, rodéenlos por la derecha”, tronaba el Viejo. “Escuadra Bravo por la izquierda… los tenemos”, aseguraba a voz en cuello. La verdad es que no había ninguna escuadra alfa ni bravo. Era el muy Viejo y dos o tres combatientes disparando tiro a tiro, mientras el resto de la seguridad se parapetaba.

El enemigo quería amarrar fuego con nosotros para darle tiempo a un batallón helitransportado que, en breve, nos caería encima. Teníamos que salir de allí en cuestión de minutos. Y así gritando órdenes fantasiosas, disparando tiro a tiro, brincando de aquí para allá el Viejo German, mago tras los arbustos, improvisó una contención y organizó bajo la lluvia de balas la retirada de nosotros.

Por una vaguada marchaban Jonás herido, Joaquín con un golpe en la rodilla. Además iban el capitán Mena Sandoval y el comandante Roberto Roca, que en la prisa dejaron sus mochilas. Cuando los paracaidistas desembarcaron desde los helicópteros, nosotros y la escuadra de German, nos habíamos esfumado

Tras el golpe en el vacío, el Comité de Prensa de la Fuerza Armada, informó que habían recuperado la mochila de los mencionados comandantes, equipo de comunicaciones “y otros pertrechos militares”.

En otras ocasiones todavía más dramáticas, el Viejo Germán cumplió casi a costa de su vida. Era estricto durante las maniobras para evadir los cercos y emboscadas. Enérgico e incansable. Siempre marchando rápido a la orilla del camino. Dando órdenes y ánimos cuando ya nuestras piernas no respondían o cuando los ojos se cerraban de sueño tras caminar toda la noche. Nunca se le vio miedo. Nunca discutió una orden, ni admitía que le discutieran una.

En momentos de paz, le encantaba contar historias a la luz del fogón de la cocina con una cuchumbada de café en una mano y el cigarro en la otra. Su risa estallaba en mil arrugas dejando entrever sus escasos dientes amarillos.

Hace cinco días murió. Me cuentan que estaba pobre allá en Morazán, lejos de los recintos del poder. La cirrosis hizo lo que no pudieron ni bombas ni la balas. Adiós querido Viejo. No exagero al decir, que te debo la vida.

* Columnista de El Diario de Hoy.marvingaleasp@hotmail.com