Soy el salvadoreño…

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Por Por Federico Hernández Aguilar*

2013-08-27 6:03:00

Soy el salvadoreño de las madrugadas futboleras. En esas fechas que espero por meses, salto de la cama con el corazón en la mano y me enfundo una camiseta con los colores patrios, una camiseta que horas más tarde tendré empapada de sudor, cerveza, orines ajenos, gaseosa y hasta lágrimas. Estas últimas, las lágrimas, serán propias, pero también de una media docena de hermanos que jamás he visto y que seguramente jamás volveré a ver después de este día.

Soy el salvadoreño de las colas interminables, el que se sabe de memoria los costillares de los estadios. Soy el que llega al Monumental con una alegría igual de monumental, sobrepasando los límites del decoro. El nacimiento de mis hijos, y, con suerte, cuando me casé (o cuando me dio el “sí” la bicha), son los únicos acontecimientos memorables que compiten con estas fechas de nacionalismo deportivo.

Soy el salvadoreño de la pepsi mezclada con agua, del “jotoi” caliente, de la “carne de chucho” entre dos panes, de la regia tremolante que se tarda un mundo en llegar… Soy el que deja en el umbral del estadio las regañadas del jefe, los papeles de la oficina, las hipotecas milenarias, la mujer encachimbada y las preocupaciones que caracterizan a cualquier ciudadano tercermundista. En este día de fútbol soy el rey de mi destino, el amo del universo, el hombre que ha puesto una pausa gloriosa entre el duro presente y el dudoso porvenir.

Soy el salvadoreño que se desgañita con el Himno Nacional, la mano derecha sobre el pecho y los ojos clavados en el cielo. Aquí no hay ideologías ni clases sociales. El mismo corazón hirviente nos sirve a todos –en los palcos y en “Vietnam”, bajo el sol o a la sombra– para cantar juntos el primer gran verso unificador: “Saaaludeemoos… la patriaaorgullooosos…”. Sólo quien ha estado allí puede saber de qué fraternidad están tejidas las graderías durante un partido de la Selecta.

Soy el salvadoreño que grita, aplaude, tiembla o se persigna cuando la pelota se pone en movimiento. Soy el que vocifera al árbitro, “odia” a Faitelson y le mienta la madre al delantero que falló frente a la portería contraria. Soy el que se levanta de la grada para ver mejor y luego, cuando la acción ha pasado, exige a los de adelante que se sienten, a sabiendas de que nadie va a enojarse.

Soy el salvadoreño de los triunfos inolvidables y las grandes frustraciones. Los meses que pasé ahorrando para ir al estadio se esfuman con el primer gol a favor. Pero me duele hasta el pelo cuando el balón perfora nuestra portería. ¿Qué importa la lluvia, incluso la más torrencial, si vamos ganando? ¿Cómo me saco la tormenta del pecho si pierde la Azul?

Soy, pues, el salvadoreño de la expectación permanente, de la desilusión siempre en vías de curación, de la esperanza que renace con cada nueva posibilidad de ir a un Mundial. “La próxima será…”, me digo a mí mismo cuando la realidad nos azota los huesos. “Yo veré a la Selecta ganar el partido que nos clasificará. Es cuestión de tiempo. Es cosa de tener paciencia… ¡Y de seguir apoyando!”.

Por eso, señores, no me vengan a decir ahora que mis anhelos, que mis sueños, ya no dependen exclusivamente del talento y las ganas de un puñado de jugadores. No me digan que la pasión contenida y los deseos insatisfechos de cientos de miles de salvadoreños como yo, que nuestros gritos y nuestras lágrimas, que las emociones y las decepciones acumuladas en nuestros corazones… no valen nada, absolutamente nada, frente a la codicia y la sordidez, la mentira y la desvergüenza… ¡Por favor, señores! ¡No me digan eso! ¡No destruyan lo poquito que nos va quedando a los salvadoreños para sentirnos unidos, para avivar la esperanza, para ilusionarnos con la grandeza! ¡No nos quiten eso! ¡Eso no, por lo que más quieran!

*Escritor y columnista de El Diario de Hoy.