“Hay señores que dieron a sus hijos en la guerra y hoy están despreciados”

Un ex guerrillero narra sus experiencias durante el conflicto bélico y considera que la vida de muchos ex combatientes hoy contrasta con la de algunos ex comandantes

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Vicente Ortíz guía del museo en Perkín.

/ Foto Por René Estrada

Por Diana Escalante

2017-02-02 7:05:00

Vicente Ortiz (o Carlos, como le llamaban en la guerrilla) tenía 18 años cuando, en 1980, llegó al caserío Ocote Seco, en Joateca, Morazán, y descubrió que su  vivienda y la de muchos vecinos habían sido incendiadas. 
Lo que hallaron fue desolación. La mayoría de gente había abandonado la zona, debido a los constantes enfrentamientos armados que se daban en el departamento  entre soldados y guerrilleros.
Vicente, que hoy tiene 55 años,  y varios de sus amigos jóvenes habían huido para evitar  que el Ejército los reclutara o los matara. Cuando volvieron para reunirse con sus familiares no los encontraron, estaban en el exilio.
Al ver desamparados a los muchachos, los pocos adultos que se habían quedado les aconsejaron que lo  mejor  era “organizarse, hacer una guerra y poner nuevos cuerpos de seguridad para que respeten nuestros derechos”.
El joven —quien trabajaba haciendo tareas agrícolas para alimentar a su familia— era analfabeto y  no lograba comprender qué había desatado la guerra civil en El Salvador. 
De lo que sí se daba cuenta, según él, era de los asesinatos; las desapariciones forzadas y la represión que ejercían las autoridades. 
Por eso aceptó unirse a la guerrilla con la cual combatió durante 12 años contra la Fuerza Armada  en Morazán, San Miguel y Usulután. 
Ortiz, quien desde 2001 es uno de los guías del Museo de la Revolución Salvadoreña, en Perquín, Morazán, cuenta que para moverse entre esos lugares caminaban hasta ocho días.
 Casi siempre pasaban hambre, porque entre sus provisiones solo había pequeños pedazos de carne (descompuesta); a veces tortillas, trocitos de dulce de panela y hojas de jocote.
En la guerrilla supo qué era sostener la comida en una mano y disparar un fusil con la otra, si no quería ser sorprendido por el “enemigo”. 
Ahí también aprendió a leer y a escribir;  cuando ya dominaba esto recibió adoctrinamiento ideológico, donde le hablaban sobre desigualdad social, represión, genocidio y otros temas.
Rodeado de algunos vestigios del conflicto armado que hoy se exhiben en el museo, Vicente relata que varias veces se salvó de morir. Las cicatrices que le dejaron las balas en el cuello y piernas se lo recuerdan  37 años después.
La desintegración familiar y la lucha entre miembros de la misma familia desatadas en la guerra también le provocaron un impacto emocional.
“Mis primos y mi tío estaban en el Ejército y yo en la guerrilla. Combatimos entre hermanos, nos matamos entre el mismo pueblo. No teníamos experiencia pero había que hacerlo…Eso es lo que uno a veces uno no alcanza a dimensionar”, señala.
Cambios han sido mínimos 
La desarticulación de la Guardia Nacional para crear la Policía Nacional Civil;  el acceso a la educación y tener libertad de expresión son  los logros que, según Ortiz, se obtuvieron tras el conflicto bélico.  Pero hizo falta más. 
“La guerra terminó pero no hay paz. Hay cambios mínimos, pero no es por lo que nosotros luchamos realmente. Nuestro objetivo era luchar por el bien común, no individual… Hace falta voluntad política para cambiar el rumbo que lleva el país y mejorar las condiciones de vida de la gente”, dice contrariado.
Él lamenta que su estilo de  vida, como el de la mayoría de sus excompañeros, contraste con el de los excomandantes de la guerrilla, algunos convertidos hoy en funcionarios.
“Hay señores que dieron a todos sus hijos, hasta ellos anduvieron en la guerra, y hoy  ahí están despreciados”, dice el excombatiente.
Vicente recuerda que en 1992, cuando cesó el conflicto armado, entregó su fusil en el predio donde ahora trabaja. Sin nada más que su mochila con la mudada de ropa civil y un carné que le dio la Organización de las Naciones Unidas partió hacia Meanguera, en Morazán, en busca de sus padres.
Los encontró habitando bajo unos plásticos, donde carecían de todo.
“La inserción fue lo más difícil. En esos 12 años de guerra dejamos la juventud; perdimos la fuerza de trabajo porque al salir quedamos con deficiencias (lisiados)”, dice resignado.  
Ahora Ortiz dice tener claro que “las armas no son la solución a los problemas sociales”, pues la guerra dejó cerca de 80 mil pérdidas humanas; miles huérfanos, centenares de lisiados y un grave retroceso económico.