Don Carlos Céspedes, el último vidriero de Olocuilta

No quedan muchos maestros vidrieros en El Salvador como Carlos Céspedes, quizá sea el último. También quedan pocos que quieran aprender el arte de este oficio que se aferra a la vida en los hornos de su viejo taller

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En el taller de don Carlos Céspedes todos los días se funde vidrio a altas temperaturas. Foto/ Lissette Lemus / Foto Por Lissette Lemus

Por Marvin Romero/ Lissette Lemus

2017-02-08 9:22:00

Un tenue destello rompe la oscuridad de la madrugada en el municipio de Olocuilta. Es el destello que sale de los hornos del taller de don Carlos Céspedes, en donde todos los días se funde vidrio a altas temperaturas. Carlos y el fuego de esos hornos se conocen  bien, son viejos amigos. Este artesano ha dedicado 60 años de su vida al trabajo en vidrio.

El oficio lo aprendió en su natal Perú, cuando a penas tenía 12 años, y desde entonces vive de ello. El primer trabajo lo obtuvo en una fábrica en Lima. Su padre era amigo del gerente y aunque solo le permitían hacer botellas -la labor más básica- fue ahí en donde conoció a sus primeros maestros: artesanos italianos y checoslovacos que le mostraron las virtudes del material. 


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En contra de lo que él mismo pensaba, resultó ser muy bueno para el oficio de vidriero y su calidad lo llevó a recorrer varios países de América del Sur  entre 1965 y 1977, invitado por empresas interesadas en implementar sus técnicas y diseños o como él lo explica: “para trabajar ajeno”. Un buen día, estando en Colombia, decidió que era hora de trabajar para él mismo y se independizó. 

Tenía 23 años cuando, en Medellín, fundó su primer taller. El destino lo llevó a México y después a Guatemala. Con tropiezos, perfeccionó su técnica para los negocios y en 1978 llegó a tierras cuscatlecas decidido a triunfar. 

En el país, un largo conflicto armado estaba a punto de estallar. A pesar de la adversidad que implicó la guerra, Céspedes no dio paso atrás y con la fuerza de sus brazos y la destreza de su manos, construyó su primer horno y comenzó a diseñar sus peculiares piezas. 

Ahora, a sus 72 años, su pequeña empresa cuenta con cuatro hornos y al menos ocho trabajadores, entre ellos algunos de sus hijos, a quienes ha heredado su conocimiento. 

El menor, quien ha demostrado mayor interés en seguir los pasos de su padre, tiene 16 años y ya es un hábil y disciplinado artesano que a diario despierta a las cinco de la madrugada para comenzar su faena. 

Don Carlos despierta mucho antes, a las dos, en parte por el insomnio de los años de rutina y para encender el horno principal en el que todos los días se funden miles de fragmentos de botellas de vidrio que Céspedes compra y rompe a fuerza de martillo para conseguir la materia prima de sus obras de arte. 

Vidriero

Porque así define su trabajo: cada pieza es única, no hay dos iguales. Jarrones, fruteros, platos, cisnes, ángeles y un sinfín de figuras que solo la imaginación del artista entiende, pero que cautivan a la vista de los esporádicos compradores que detienen su vehículo a la orilla de la carretera a Comalapa, en el kilómetro 21, en donde se exhiben para su venta.

Nómadas del vidrio 

Antes de plantar raíces en El Salvador, Carlos viajó por muchos caminos. 

Vidriero

El trabajo de vidriero solía ser así: los jóvenes artesanos viajaban en busca de maestros y experiencias. 

Ahora quedan pocos aventureros que se muevan por “amor al oficio”. Francisco Arango es uno de esos últimos auténticos nómadas del vidrio. 

Un hombre de 67 años que se mueve trabajando por temporadas en talleres por toda América Latina, un gran amigo de don Carlos. A él lo conoció en Ecuador, en una fábrica en la que coincidieron por algunos meses.

 Tomaron rumbos distintos, pero su amistad perduró kilómetros y décadas hasta que un día – hace 20 años – se reencontraron en Guatemala. Desde entonces, Francisco lo visita y trabaja con él durante la temporada de producción. 


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Francisco viaja con solo tres mudadas de ropa, “dos para la calle y una para trabajar”. La de trabajo es un lienzo de manchas, ceniza y quemaduras; casi un mapa de las tierras a las que su pasión por el vidrio lo ha llevado.

  “Esto nunca se termina de aprender”, afirma. 

De México a Costa Rica, y de Venezuela a Argentina, Francisco sigue dándole rienda suelta a la inquietud de sus pies, a pesar de tener familia en  Guatemala, él no conoce otro hogar que no sea el tibio cobijo que le ofrecen los hornos de un taller de fundición. 

“Es mi vida”, confiesa. Carlos, Francisco y los hornos descansan poco cuando están juntos, el trabajo es lo más importante.

 Esos años de oficio les han dejado recuerdos y cicatrices. 


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Las últimas las exhiben con orgullo, como muestra infalible de experiencia y sabiduría; los recuerdos, que a veces duelen más que las cicatrices, los comparten con cuidado, a veces solo si los visitan durante esas largas horas de madrugada.