??frica, nuestro color olvidado

Negro, moreno, prieto, zambo, pardo … una serie de palabras y usos cotidianos evidencian el legado africano dentro de la actual identidad y cultura de El Salvador, un tramo de nuestro ser nacional que muchos desconocemos o negamos.

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Con suma claridad, el lienzo indígena de Quauhquechollan muestra a un guerrero africano dentro del proceso de conquista centroamericana.

/ Foto Por Cortesía

Por Carlos Cañas Dinarte, Colaborador EDH

2016-02-13 4:40:00

Preocupados por el maltrato de los esclavos indígenas de América, las autoridades españolas emitieron las Reales Cédulas de 1530 y 1534, que abrieron las puertas a la captura e importación de esclavos de origen africano, en especial hacia el Caribe y Brasil.

En la región centroamericana, la esclavitud  de africanos y su descendencia duró buena parte del periodo colonial, hasta su abolición en 1824.

En la actualidad, muy poco se conoce  y se ha escrito sobre el fenómeno de la esclavitud de personas de origen africano en El Salvador. Para muchos salvadoreños, la esclavitud de afro descendientes es solo parte de un pasado remoto y ajeno a su propia historia actual. Es el color olvidado de nuestra identidad.

Es más que posible que algunos hombres de color hayan arribado a inicios del siglo XVI a Guatemala y El Salvador, dentro de los guerreros que acompañaron a los Alvarado en su guerra de conquista. Al menos uno de los lienzos indígenas de esa época así lo evidencia.

En un aspecto más “comercial”, desde la segunda mitad del siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, los esclavos de origen africano fueron vendidos y comprados como artículos de consumo en los mercados de Sonsonate, San Vicente y San Salvador. Estas personas eran herradas y usadas en las plantaciones de cacao y otros cultivos, a la vez que eran empleados en las labores en los obrajes de añil, limpieza de las ermitas y templos católicos o como sirvientes domésticos con estatus de subhumanos.  

Aunque la población negra en El Salvador durante la colonia no fue tan numerosa como en los países centroamericanos con costa atlántica, su presencia fue, sin embargo, significativa, dolorosa y real en los campos y zonas urbanas. Los esclavos africanos que entraron lo hicieron por

Acajutla y la cercana villa de la Santísima Trinidad de Sonsonate, donde solían salir a vender golosinas, queso y carne entre peninsulares, criollos e indígenas. Los primeros esclavos negros comerciados en Sonsonate de quienes se tienen noticias fueron los que en 1567 se vendieron entre los bienes confiscados al alcalde mayor de esa villa, Pedro Xuáres de Toledo, por los que se pagaron 235 y 221 pesos. Para marzo de 1576, en las orillas del lago Coatepeque ya se alzaba un “enclave de negros”.

La compraventa de personas de origen africano duró más de tres siglos en Sonsonate y San Salvador, aunque muchos eran ya solo transferidos de padres a hijos como parte de los bienes o propiedades que se heredaban. Algunos de esos esclavos, mulatos o zambos, al ser liberados o al envejecer, adoptaron los apellidos españoles de sus amos y los transfirieron a sus descendentes.

Las poblaciones de mulatos comenzaron a expandirse por los territorios de las alcaldías mayores de Sonsonate y San Salvador. Los negros eran protegidos, porque representaban inversiones de dinero. Se les confiaban tareas domésticas y en las haciendas fungían como capataces, mientras que en las ciudades eran parte de los batallones de milicias para otorgar vigilancia y seguridad ante vándalos y piratas.

Sin embargo, la creencia popular sostenía que las personas de color eran propensas a los delitos y crímenes en contra de la sociedad y las autoridades, así como a los pecados en contra de la religión cristiana predominante, pues practicaban ritos antiguos y eran propensos a la magia negra, a la ingesta de brebajes y al uso de sortilegios y amuletos.  Para las autoridades, los africanos, mulatos y zambos eran muy propensos a la desidia y al descuido de “las obligaciones cristianas”, por lo que se emborrachaban, robaban, producían heridos y eran muy dados a los pleitos de manos o con armas corto punzantes. Procesarlos ante la justicia también representaba un problema, pues muchos procesos eran viciados o terminaban en fugas, con la complicidad de más de algún carcelero o funcionario venal y de rango menor dentro de la administración pública. 

La esclavitud no era vista como una actividad inmoral, sino como la marcha natural de la desigualdad humana dada por decreto divino. Durante la época colonial, tanto las autoridades religiosas y civiles como la mayoría de los beneficiados de la esclavitud justificaban este sometimiento con pasajes bíblicos, los cuales explicaban el origen, la necesidad y la inevitabilidad de la esclavitud. Durante tres siglos, nadie la vio como el producto de condiciones sociales e ideológicas propias de esa época, donde el fortalecimiento y sostenimiento de la actividad económica se basaba en la creencia, práctica y tenencia de seres humanos como propiedad privada.         

Es hasta fechas muy recientes cuando en El Salvador se ha despertado un genuino interés por escudriñar los archivos y encontrar los relatos sobre esclavos negros, mulatos, zambos, pardos y otras clasificaciones que se usaban en esa época para describir las categorías conceptuales de esos seres humanos importados, esa otra parte de la trilogía que compone los genes del pueblo salvadoreño.