ONU lucha contra caos y miseria en Haití

La MINUSTAH quiere terminar pronto su misión, pero la inestabilidad política y social que persiste parece hacer difícil que los cascos azules puedan salir del país en 2016, que se ha previsto como fecha final

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elsalvador.com

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2013-01-19 7:00:00

Primera entrega

Los fantasmas del fatídico terremoto de 2010, de la inestabilidad política y el retraso económico y la violencia de los regímenes de Duvalier y Aristide rondan a Haití a tres años de la tragedia que dejó más de 217 mil muertos y en varios de cuyos sectores no quedó piedra sobre piedra.

Un simple recorrido por Puerto Príncipe, la capital de este país de 10 millones de habitantes en la isla caribeña La Española, muestra miseria y escombros, así como numerosos hombres y mujeres de boinas celestes yendo y viniendo: son los Cascos Azules de las Naciones Unidas, que llegaron para pacificar esta sociedad, pero que ahora también lidian con las secuelas del sismo.

Se trata de más de 6 mil 270 militares y dos mil policías de varios países, incluyendo a El Salvador, que no sólo se encargan de patrullar las principales urbes, sino también de proveer salud, alimentos y reconstruir hospitales, escuelas y puentes junto a otras agencias de Naciones Unidas como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).

El desempleo flagela a la mayoría de los cuatro millones de haitianos aptos para trabajar, por lo que proliferan las ventas ambulantes de todo, desde frutas y ropa hasta películas pirata, casi como el caos que priva en el centro de San Salvador.

El transporte público no está constituido por autobuses como es común en otros países, sino por pick ups de cama techada a manera de microbuses, llamados “taptaps”.

El Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana y varios edificios yacen entre escombros y un gran número de estructuras fracturadas son ocupadas por comerciantes para vender. Otros habitantes de Puerto Príncipe han decidido volver a construir en los mismos lugares donde el terremoto de 2010 tumbó sus antiguas viviendas, la mayoría enclavadas en los cerros de la periferia.

La fragilidad de esta incipiente democracia plantea un dilema al mundo, pues la Misión de las Naciones Unidas (Minustah) se encuentra allí desde 2004 y en algún momento tendrá que retirar a sus fuerzas militares y policiales para que funcionen la instituciones locales. “Queremos terminar la misión”, dice con franqueza el jefe de la Minustah, el chileno Mariano Fernández, a quien no le quita el sueño que los detractores los califiquen como “fuerza de ocupación”.

El problema es que si salen, “no será fácil que regresen”, agrega, pero al final del mandato del presidente Martelly, en 2016, podría ser una meta. De hecho, se ha comenzado a reducir personal, con la más reciente salida de los ingenieros militares japoneses y brasileños.

A juicio del embajador Fernández, los haitianos necesitan un “pacto nacional de gobernabilidad” que les permita trabajar en unión por los grandes proyectos del país, organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) cuestionan que a los políticos haitianos les cuesta ponerse de acuerdo.

Las batallas

A los Cascos Azules no sólo les corresponde velar por la seguridad del país y fortalecer a la nueva Policía Nacional, sino también ayudar en los campos de damnificados, donde además de proveer seguridad brindan atención médica, alivio y afecto.

La ONU también fue golpeada por la catástrofe al derrumbarse el edificio sede en Puerto Príncipe, matando a más de un centenar de funcionarios, entre ellos el salvadoreño Gerardo LeChevallier. Sólo 30 personas pudieron salvarse entonces en el complejo.

Médicos y paramédicos de Egipto, Nepal, India, Jordania y otros países atienden con compasión a decenas de pacientes que saturan los pabellones o improvisadas clínicas, mientras fuera nubes de polvo se levantan sobre los frágiles techos y velachos.

Sólo uno de estos refugios, el de Carradeux, tiene 10 mil afectados que viven en improvisadas viviendas o champas. No basta la cooperación internacional, incluyendo la ayuda de las ONG, si se toma en cuenta que se trata de una sociedad deprimida, polarizada políticamente, sin inversiones externas y poco turismo.

Administración truncada

El encauzamiento de proyectos se dificulta debido a que el terremoto acabó con un tercio de la administración pública, es decir, los funcionarios y encargados de la planificación, obras, archivos, justicia y otros perecieron, y no ha sido fácil reponer experiencia y conocimiento.

A esto se agrega que el gobierno se queja de que la ayuda de varios países no le ha llegado directamente, sino a las organizaciones no gubernamentales (ONG) que tienen sus propios proyectos y no necesariamente donde las autoridades creen que más se necesita.

En algunos donantes y del Fondo Monetario Internacional (FMI) priva la idea de que a Haití le falta capacidad de gerencia para los recursos y de allí las dificultades para la ejecución de proyectos. Precisamente por eso cuestionan la capacidad de los políticos de lograr grandes acuerdos.

Si bien se han reconstruido muchas viviendas y con la ayuda de los ingenieros militares japoneses el aeropuerto mismo, donde ahora los recién llegados son recibidos por músicos de compa –una especie de reggae, como renovados esfuerzos por atraer al turismo—los políticos empantanan los proyectos y leyes en el Congreso.

El presidente Martelly, un cantante que entró a la política y no parecía que llegaría al cargo, ha trabajado de cerca con Naciones Unidas y logrado que se aprueben leyes clave como la que simplifica los términos para la entrada de inversiones o la que fortalece el Poder Judicial mediante un Consejo Nacional de la Magistratura y la Corte de Casación (Suprema).

Pero empujar estos proyectos en el Congreso no ha sido fácil.

Ahora apuesta por desarrollar el turismo en el norte del país, sobre todo en las playas y aprovechar atractivos históricos como la isla Tortuga.

Aunque se han reducido los homicidios, privan los delitos de violencia doméstica y abusos sexuales, pero también la guerra de pandillas en los barrios pobres, algo que la nueva Policía de 10 mil agentes trata de combatir con la ayuda de sus similares de Colombia, Argentina y, por supuesto, El Salvador, que tiene un contingente de siete efectivos policiales –hasta diciembre eran 14- que asesoran a la fuerza pública local en áreas clave como logística, asuntos internos y procesos de investigación.

Al inspector general de la Policía haitiana, Yonel Trecile, educado en Chile, le interesa que la fuerza de paz de la ONU se quede un tiempo más. “Sabemos que la Minustah tendrá que irse”, dice en perfecto español, pero apuesta por que lo haga gradualmente.

No sólo las pandillas constituyen una amenaza, sino la inestabilidad política que eventualmente podría ser alentada por la presencia de Jean Claude Duvalier y de Jean Bertrand Aristide, ambos exgobernantes destituidos en diferentes periodos, el primero tras una brutal dictadura en los 60 y 70, y el segundo, un excura que terminó polarizando a la sociedad más recientemente.

La condición gris del país se refleja en sus áridas y polvosas montañas, pues el 98 por ciento del territorio está deforestado.

Los huracanes Isaac y Sandy acabaron con la cosecha de granos del sur haitiano, colocando al país al borde de una emergencia alimentaria si no hay una buena cosecha el próximo marzo, advirtieron autoridades del Programa Mundial de Alimentos (PMA).

Los haitianos y la ONU tratan de conjurar lo que parece una maldición de dos décadas como el muñeco con alfileres del vudú que se exhibe en la galería más famosa de Puerto Príncipe y cuyo encargado se llena de temor y evade cuando le preguntamos qué significa.